Australia ha prohibido el acceso a las redes sociales a los menores de 16 años, mientras Europa estudia acciones similares. Se trata de unas medidas para proteger a los jóvenes de posibles usos problemáticos de la tecnología. Pero, ¿qué sabemos realmente sobre cómo influyen estas plataformas en su vida cotidiana? Expertas en comunicación digital y adolescencia ayudan a poner en perspectiva los riesgos, los beneficios y los límites de este tipo de regulaciones.
El debate sobre el impacto de las redes sociales en menores comienza con una pregunta básica: ¿qué significa exactamente “uso problemático”? Según Charo Sádaba, Catedrática y Decana de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra e investigadora sobre la relación entre menores y la tecnología, no existe un consenso claro entre los investigadores. “Es como un espectro o un continuo en el que unos se mueven hacia un extremo y otros más hacia otro, unos más laxos y otros más estrictos”, explica.
El uso problemático, aunque estrechamente relacionada a la adición, según Sádaba, “se puede considerar que el uso problemático puede ser la antesala de la adicción”. Se trataría de un uso desordenado de la tecnología, “que puede conducir a una cierta pérdida quizá de una vida social más plena por parte de los usuarios o que puede tener un impacto por ejemplo, en el sueño”, explica.
¿Funciona poner una edad mínima?
Otro de los grandes puntos de debate es si fijar una edad mínima para acceder a las redes sociales es, por sí solo, una solución eficaz. Según Sádaba, tampoco existe consenso entre los expertos. Mientras algunos autores y artículos lo definen como ideal, otros “sobre todo, lo que vienen a decir no es que no sea lo ideal, es que no se sabe”, señala.
Sádaba advierte de que se trata de un terreno lleno de incertidumbres, en el que a menudo no se valoran de “manera adecuada” ni los posibles efectos positivos del uso de pantallas ni el impacto que puede tener en ellos una prohibición.
Para hablar de efectos positivos exige, primero, diferenciar entre infancia y adolescencia. Sádaba recuerda que las redes sociales y los niños “no casan bien” y subraya que la normativa ya prohíbe a los menores de 14 años abrir cuentas sin supervisión parental.
Pero, a partir de la adolescencia, puede haber efectos beneficiosos. Uno de ellos está relacionado con la sociabilidad, en una etapa marcada por el distanciamiento con el mundo adulto. Otro ámbito clave es el desarrollo de la identidad. Las redes permiten a muchos adolescentes conectar con personas con intereses similares –aficiones minoritarias o inquietudes creativas–. “Verse reflejados en otras personas les puede ayudar a tomar decisiones sobre lo que quieren ser o cómo quieren ser”, explica Sádaba, funcionando como espacios seguros.
Sádaba señala, no obstante, de que estos beneficios han sido menos estudiados y sistematizados que los riesgos. Entre esos riesgos, apunta a un fenómeno bien conocido: “cuando algo está prohibido lo conviertes en más deseable”. A ello se suma la percepción de agravio comparativo –“me lo prohíben a mí, pero los adultos lo usan”– y la dificultad de establecer una línea homogénea que sirva para todos los menores por igual.
Desde una perspectiva más estructural, Puri Vicente, especialista en Redes Sociales y Comunicación Creativa, también está excesivamente centrado en los riesgos. “Se están vendiendo las redes como algo malísimo”, señala, cuando en realidad recuerda que tienen más cosas buenas que malas. El problema, subraya, no es la existencia de estas plataformas, sino la falta de un uso moderado y consciente.
Contexto actual
Actualmente estamos en un momento alto del consumo de redes, una especie de “pico más elevado”. Esto no es ajeno al impacto de la pandemia, cuando gran parte de la vida social se trasladó a las pantallas. Vicente, está convencida de que esa burbuja acabará estallando. La clave, dice, es acelerar ese proceso a través de la educación y la reflexión colectiva. “La pandemia era 100% del tiempo en redes, ahora seguimos 100% en redes y ya podemos hacer cosas en la calle”, concluye.
“Lo que se está haciendo es dejar toda la responsabilidad a las empresas de redes. Yo creo que aquí jugamos todos, es un factor fundamental.”, explica. Por una parte, las empresas de redes tienen una capacidad “limitada”. Aunque las plataformas están incorporando sistemas de verificación de edad –como el reconocimiento facial–, mecanismos no del todo infalibles y fácilmente manejable. Es utilizada por ejemplo en Tik Tok para acceder a funciones de monetización: “No sirve mucho, porque es muy fácilmente hackeable”, señala.
Por eso, apunta a un cambio de enfoque más profundo, vinculado a la identidad digital que impulsa Europa. Un sistema que permitiría asociar el acceso a redes sociales a una identidad digital –a partir del DNI–, similar a lo que ocurre en plataformas como LinkedIn. Además, este modelo ayudaría a frenar prácticas como la creación de múltiples cuentas, el anonimato abusivo o el acoso.
Hay modelos que ya se están explorando en países como Estados Unidos o China, donde la adaptación por edades empieza a ser una realidad. “A lo mejor va a haber diferentes tipos de interfaz, igual que pasa en YouTube, para la edad”, añade.
Desde su experiencia profesional, recuerda que la segmentación ya es habitual en el ámbito del marketing digital y cree que las redes sociales van a tener que tener diseños diferentes también según el tipo de público al que se dirija, “como hace YouTube, con YouTube Kids”.
Para Vicente, tienen “un reto muy grande porque hasta ahora era un poco un cajón desastre”. Por ello, Vicente señala otra serie de responsabilidades: las familias, responsables de supervisar; los operadores de telefonía, que facilitan el acceso; las empresas que invierten en publicidad; las instituciones educativas y los propios menores. “Yo creo que la educación, hace falta desde que son pequeños ya, porque ahora mismo los niños muy pequeños también, de meses, están ya consumiendo redes”, subraya.
Comparación entre Australia y Europa
La principal diferencia entre el modelo australiano y el europeo está en el enfoque. Mientras que Australia ha optado por una prohibición directa –ningún menor de 16 años debería acceder a redes sociales–, en Europa el debate se mueve, por ahora, en el terreno de la regulación progresiva. “Lo que se ha hecho es prohibir, directamente es aquí no entra nadie menor de 16 años”, resume Vicente. Otra cuestión, añade, es hasta qué punto esa prohibición es efectiva.
“Creándose cuentas nuevas de otros dispositivos y poniendo una edad más adulta porque no se está haciendo por el DNI, se está haciendo simplemente con los registros”, apunta como manera de intrusión. En ese sentido, el acceso no desaparece, sino que se desplaza a un consumo más oculto. Para Sádaba, este riesgo de un uso oculto es real y, además, revela un problema de fondo: “Lo poco que los gobiernos pueden hacer frente a las plataformas”.
Este proceso gradual, Vicente apunta que empieza por el control que las empresas tienen: “Si Meta opera en España, vamos a intentar que Meta se comprometa a una serie de medidas”. Aun así, Vicente afirma que hay que tener en cuenta más agente sociales, entre otros menciona la responsabilidad del Ministerio de Juventud e Infancia.
“Tienen que pasar unos meses para que veamos que pasa. (...) En Europa lo que estamos haciendo es tomar notas de cómo lo están aplicando y si realmente funciona o no”, afirma.
Pero, ¿Cómo están creadas las redes?
Más allá de la edad legal de acceso, una de las cuestiones centrales del debate está en el propio diseño de las plataformas. Desde su experiencia profesional, Vicente es tajante: las redes sociales están pensadas para captar la atención, especialmente la de los usuarios más jóvenes. “Están hechas de tal manera que una vez que entras no puedas salir”, señala.
Si este modelo ya genera dificultades entre los adultos, el impacto es aún mayor en niños y adolescentes, cuyo desarrollo cognitivo no está completamente formado “para saber que el uso del móvil se está convirtiendo en una adicción”, advierte.
Una de las estrategias clave es la gamificación. Es decir, están pensadas para “que todo parezca un juego”, más que como una amenaza o espacio de aprendizaje. Vicente advierte que a través de premios, se busca gratificar o la necesidad de estar más para obtener más recompensas. En las redes sociales esto se visualiza en forma de dopamina, lo que hasta ahora eran likes, seguidores y un supuesto éxito social mayor avanzado. “Lo que están haciendo es premiar dándote monedas, que se pueden cambiar por dinero o por canjear por cosas materiales”, explica Vicente.
“Es un poco como las tragaperras o los salones de juego”, compara Vicente. Luces, sonidos, consumo rápido de contenidos y un scroll infinito que empuja a seguir. Un diseño que no es casual y que, según la experta, se perfecciona cada día.
Aunque, Vicente insiste en que el problema no está en las redes sociales en sí, sino en cómo han evolucionado. Bien utilizadas o diseñadas de otra manera, recuerda, pueden tener un valor social y educativo importante como cuando aparecieron. “Hay personas que a lo mejor viven en núcleos urbanos más pequeños o están más aisladas y al final son un punto de encuentro social.”, señala. También han servido como espacios de aprendizaje, como recuerda Vicente los tutoriales de YouTube.
Sin embargo, ese enfoque ha quedado en segundo plano. “Los jóvenes no son capaces de ver que esa vida no es real y que lo que les están enseñando no es real”, explica, estableciendo un paralelismo con el funcionamiento de un casino. La comparación no es casual. “En un casino las bancas siempre ganan, como se suele decir. En redes sociales, las empresas de redes sociales siempre ganan”, apunta.
La retención
La lógica de las redes sociales gira hoy en torno a un concepto clave: la retención. Es decir, cuánto tiempo consiguen mantener a una persona dentro de la plataforma. “Es ahora mismo uno de los parámetros que más valoran las redes”, afirma Vicente, que suele resumir esta dinámica con lo que llama “la ley de los dos segundos”. Los primeros instantes de un vídeo o de una publicación determinan si se va hacer viral o si no.
Según Vicente, se ha pasado de un uso de una o dos horas diarias a medias de seis, siete u ocho entre los más jóvenes. Ese “círculo vicioso” beneficia a todos los actores empresariales implicados: los usuarios consumen más contenido, las marcas venden más productos y las plataformas incrementan sus ingresos publicitarios. Los algoritmos se ajustan de forma constante para priorizar la permanencia dentro del entorno digital, valorando lo que más el evitar la fuga de usuarios.
Sádaba coincide con lo determinantes que son los diseños respecto al tiempo de uso. “Las cuestiones asociadas con el diseño sí que pueden tener mucho que ver con consolidar determinados hábitos en el usuario que pueden acabar convertidos en desórdenes”, señala. Ya que cuanto mayor sea el tiempo invertido, mayor será la oportunidad de monetizar al usuario. Los riesgos aumentan cuando entran en juego los sistemas de recomendación, especialmente en el caso de menores más vulnerables. Según Sádaba, estos algoritmos están basados en algoritmos que no son transparentes. En determinadas situaciones, explica, pueden derivar hacia contenidos potencialmente “peligrosos per se”. Un proceso que derivó en una investigación del Washington Post, “cuánto tardaba ese algoritmo en reconocer esos sentimientos de cierta melancolía y llegar a convertirlos en contenidos potencialmente muy peligrosos para el menor”.
A veces, prohibir no basta
Frente al debate sobre el acceso de menores a las redes sociales, Sádaba defiende una combinación de medidas. Por un lado, el desarrollo de sistemas de verificación de edad, para obligar a las empresas a asumir responsabilidades. Por otro, la concienciación y la educación digital: reflexionar sobre el papel de la tecnología, no delegar todas las decisiones en los algoritmos y trasladar esa reflexión al ámbito familiar. “La parte tecnológica, la parte de concienciación y luego cómo eso se declina en una práctica educativa en las familias”, resume Sádaba.
Vicente coincide en que la responsabilidad no puede recaer únicamente en los menores. “Esto es una cosa de todos”, afirma. Los adultos deben asumir un papel activo, tanto en la educación digital como en el ejemplo cotidiano. Proponer alternativas al uso constante de pantallas –tiempo compartido, actividades al aire libre– puede marcar la diferencia.
Uno de los grandes puntos débiles de estas medidas, según Sádaba, es que la voz de los menores rara vez se tiene en cuenta. Desde 2020, la Asamblea de Naciones Unidas reconoce en el Comentario General 25 que los niños y adolescentes tienen derecho a usar internet para su desarrollo personal, aprendizaje, ocio y participación. Partiendo de este marco, los expertos destacan la necesidad de estructurar mecanismos de escucha. Un proyecto en el que participa y acaba de comenzar investigará esta cuestión y dará un papel central a la voz de los jóvenes, tanto a través de comités de menores como de grupos de discusión.
Vicente es contundente: “Las empresas de las redes sociales no van a cambiar, todo lo contrario, van a ir cada vez más conforme vaya habiendo fuga de usuarios”. Por ello, no se puede esperar que un diseño beneficie al usuario, sino que cada vez va a ser “más perjudicial y adictivo”. Ahí entra la responsabilidad de cada uno, y Vicente como profesional da importancia a hacer una diferenciación entre su trabajo y su ética, dando importancia a la divulgación. Sádaba lo engloba en tres claves. Primero, que los padres estén presentes. Segundo, los límites deben responder a la propia realidad de una familia, para que no sea algo contraproducente. Y tercero, formarse para estar alerta ante posibles síntomas que puedan denotar un mal uso, un desorden, un abuso de la tecnología y para eso conviene formarse.