ada vez que sucede algo en torno a Carles Puigdemont se producen extrañas coincidencias a las que no terminamos de acostumbrarnos. Emergen fijaciones indisimuladas que no solo alcanzan a la derecha carpetovetónica y a la izquierda jacobina españolas, sino también a sectores del abertzalismo vasco, que en algunos casos exteriorizan notable incomodidad por la vía emprendida allá por los otrora aliados, y en otros se sienten comprometidos con su coaligada ERC. Saben todos ellos, sin embargo, que una parte importante de sus respectivas bases electorales simpatiza abiertamente con el president retenido la semana pasada en Cerdeña.

La cuestión adquiere aquí con frecuencia tintes bochornosos. Y es que asistimos entre nosotros a lamentos de personas ante el acoso que sufre Puigdemont, pero no tanto por lo que de injusto y antidemocrático tiene la persecución en sí, sino porque tal acometida resucita a su parecer un cadáver político que creían -y deseaban ver- en vías de descomposición. Tal obsesión les impide abordar el conflicto catalán con un mínimo de templanza y valorar realidades como el hecho de que la estrategia política y jurídica del exilio es la que está manteniendo en gran medida viva la llama del 1 de octubre. Circunstancia, por cierto, reconocida por analistas desapasionados que ni siquiera simpatizan con el soberanismo.

Y es que no se trata de compartir ideología y estrategia con ningún líder político. Se trata de percatarse de que las fobias irrefrenables no son buenas compañeras para la observación. Tampoco la veneración empalagosa, todo hay que decirlo. Escribía Agustí Coromines el lunes que Carles Puigdemont estaba entrando en una categoría de liderazgo en la que debería profundizar, dando el paso de ser un líder de partido a ser el líder nacional del independentismo. Resulta también significativo el hecho de que el propio president Pere Aragonès estimara necesario viajar a L’Alguer. Sería deseable que aquí algunos cambiaran su mirada sobre ese hombre que tanto les obsesiona.