obre todo en estas circunstancias, no es lo mismo convocar unas elecciones que celebrarlas, ya que no existe en el mundo ningún científico que pueda predecir qué va a suceder con la pandemia con 54 días de antelación. Es por ello por lo que algunos pensábamos que, de existir, la discusión sobre las elecciones debía ser más adelante, si es que las circunstancias empeorasen. Esperábamos también cierta humildad de quienes hace más de un mes realizaron previsiones apocalípticas -y durísimas acusaciones- sobre lo que iba a suponer la vuelta al trabajo y no han visto cumplidos sus augurios.

Dicho lo cual, parece razonable la decisión de llamar a las urnas en julio. Es más, producen cierta extrañeza tanto la furia como los argumentos de quienes se han opuesto a la decisión del lehendakari, máxime durante unos días en los que las playas, las terrazas, los montes, las tiendas, los restaurantes, los centros de trabajo, etc., han entrado o están a punto de entrar en una fase de paulatina normalización. Contiene parte de verdad la afirmación de que en la convocatoria han influido los cálculos electorales. Suponemos que algo habrán tenido que ver. Pero convengamos a su vez que nadie se libra de los citados cálculos a la hora de fijar postura en torno a una fecha electoral, sea con pandemia o sin ella. Podríamos preguntárselo a una ERC que lidera las encuestas en Cataluña y presiona para un adelanto electoral en una legislatura no agotada.

Pero algo no cuadra cuando los que virulentamente apuntan al gobierno por hacerlo todo mal, por ser un desgobierno y por actuar solo en interés de unos pocos, lo acusan además de cálculos electorales. Quien de verdad opina así y así dice percibirlo en la sociedad, difícilmente puede esperar otra cosa que no sea la estrepitosa derrota de los gobernantes. Es más, quien de verdad opina así debe considerar labor urgentísima unas elecciones que sirvan para desalojar a quienes -dicen- nos han traído a esta horrible situación.