Hemos sabido que Oriamendi 2010 ha adquirido el frontón Galarreta, el gran templo del remonte que precisamente este año celebra sus bodas de oro. Desconocemos las interioridades de la operación, pero a botepronto suena bien, ya que demuestra la constancia en la apuesta por la revitalización que comenzaron hace una década unos enamorados de esta bella modalidad que, desde que fue iniciada por el navarro Juanito Moya en 1904, ha tenido, indudablemente, mejores épocas que la actual.

No hace falta que ningún sociólogo nos diserte sobre los nuevos tiempos y los nuevos hábitos de consumo para entender en gran medida el retroceso de infinidad de espectáculos, no solo deportivos, que años atrás movían multitudes. Pero incluso aceptando tal hecho con resignación, cuesta creer que el remonte no atraiga a muchos más aficionados de los que actualmente acuden a Galarreta. Desde luego no es por falta de esfuerzo de sus actuales gestores, que se desviven por mantener viva esta gran joya de nuestro deporte.

Escuché recientemente en la radio a un librero que clausuraba definitivamente su establecimiento, que si todos los que estaban lamentando el cierre, disertando sobre los porqués y buscando frenéticamente culpables le hubieran comprado un libro o dos al año, lejos de bajar la persiana estaría hablando de otra circunstancia. Difícil no encontrar paralelismos respecto al remonte en un territorio en el que decenas de miles de personas hacen diariamente gala de su afición a la pelota vasca.

Cuentan las crónicas que el partido inaugural de Galarreta en 1970 terminó en tablas, hecho insólito. Que habiendo llegado empatados a 29 se decidió que no hubiera ni vencedores ni vencidos. Bonito gesto, pero, aquí y ahora, el remonte necesita ganar, el empate no basta. Ganar a la historia y, sobre todo, ganar el futuro. Hubo un tiempo en el que se decía que Sirimiri I era el pelotari que más gente llevaba al frontón. El sábado se juega en Galarreta una hermosa final; además, parece que va a llover. No sé si me explico.