El Abierto de Australia de tenis, uno de los cuatro grandes torneos del mundo junto a Roland Garros, Wimbledon y US Open, se va a jugar con público. A mí esto me parece maravilloso, porque estoy en la fase en la que si veo imágenes o fotos de antes de la pandemia me entra como el agobio cuando la gente se abraza o se junta y no lleva mascarilla. Más de una vez me he descubierto a punto de hablarle a la tele o a la pantalla: ¿pero qué hacéis, qué hacéis, insensatos? Supongo que es un acto reflejo, como entrar en casa y no quitarse la mascarilla en un rato o tardar aunque sea una fracción de segundo en darte cuenta de que ese es tu hijo y que se supone que le puedes besar. Estoy, como imagino que todos ustedes, hasta la punta del yeyuno de la pandemia: de la mascarilla, de las gafas empañadas, de hablar por teléfono con la médica, de las noticias, de los augurios, de ver fútbol, pelota, baloncesto y atletismo sin público, de ver los bares cerrados o con las mesas cruzadas en la puerta, de las cifras del paro, de las del PIB, de todo este puto cisco emocional y de lo larguísimo que se me hizo el otoño y de lo larguísimo que se me está haciendo el invierno, y de esta especie de pellizco que tengo en la tripa casi siempre y que no se me va. Por eso ver público en Australia es una señal. Buena, claro. O al menos una esperanza, un horizonte, una ilusión de que algún día no muy lejano nosotros estaremos así. Ya lo dije en abril: no voy a valorar más lo que tenía, porque ya lo valoraba cuando lo tenía. Pero sí es cierto que hace tanto que no lo tengo que cuando vuelva lo voy a celebrar. Voy a ir a cenar y comer en sitios cerrados a dos carrillos, a cantar, a bailar, al fútbol y a lo que surja, a celebrar la vida, que ya está bien, ya está bien de esta vida de anacoretas por obligación. Es la que toca, vale, pero que no dure mucho más. O nos vamos a Australia todos.