El avance científico más destacado de 2024, según la revista Science, es la sustancia que pongo en el título de la columna de hoy, un medicamento que hace dos años se comenzó a utilizar, con mucho éxito, como tratamiento de rescate para personas con VIH a quienes otros antirretrovirales no les funcionaban. Este año se ha comprobado que el lenacapavir permite además evitar el contagio, con inyecciones cada seis meses en vez de las profilaxis que se usan ahora y que suponen tomar una pastilla cada día. Aunque sigue sin haber una vacuna completa, esta sustancia es muy eficaz, llegando al 99,9% de protección. Pero se trata de una patente exclusiva de una gran empresa farmacéutica, que ha decidido que el precio anual del tratamiento sea de más de 38.000 euros por paciente. El coste material de una producción en masa de esa molécula viene a ser mil veces menos, para hacernos una idea. ¿Es lícito que un gran avance en la salud y en la protección contra un virus mortal y bastante infeccioso quede limitado a quienes tengan mucho dinero para pagarlo? Así es el mundo en el que vivimos. Es cierto que la compañía ha decidido realizar una liberación parcial de los derechos exclusivos para algunos países, entre ellos casi todos los de África, donde la infección por VIH sigue siendo altísima (en todo el mundo hay casi un millón de nuevas personas infectadas cada año). Pero esto no está regulado internacionalmente ni sigue criterios éticos claros. De hecho, los contratos de las farmacéuticas para muchos otros medicamentos siguen siendo secretos o contienen cláusulas abusivas que escapan al control y la transparencia pública, como ha puesto muchas veces de manifiesto el trabajo de la Fundación Civio. Un avance de la ciencia no puede ser secreto, caro y abusivo. Eso no es ciencia, es un mercadeo cruel.