Millares de víctimas en Turquía tras el último terremoto creían vivir en un entorno seguro. Al fin y al cabo, el principal argumento de los déspotas, como Recep Tayyip Erdogan, aquello que facilita hacer la vista gorda cuando el sistema democrático se lamina eliminando a la oposición, es la expectativa de seguridad. En eso, el desarrollismo de la Turquía de Erdogan se parece mucho al de la España tardofranquista porque es más difícil jugarse la casa y el empleo por la mera expectativa de mayor libertad. El problema para el régimen que se ha beneficiado de rebajar la calidad de la democracia –mero sufragio– es cuando la casa se te viene encima, literalmente, y queda poco que perder. Te preguntas por qué lo has perdido y descubres que el castillo de naipes se basa en un fraude consentido y promocionado desde el poder. En Turquía, unos 13 millones de viviendas incumplían en 2018 la normativa de seguridad en su construcción. La mitad del parque. Lo hacían porque el papel garantista del Estado se reduce a amnistiar a cambio de una tasa los edificios que no cumplen la ley. Cada cierto tiempo, cuando hacen ingresos extra al Estado, se deja de hacer la vista gorda y se regulariza lo ilegal. No lo inventó Erdogan, la verdad sea dicha, pero el paso de las casas de adobe a los rascacielos del milagro turco bajo su mandato no tiene oposición que denuncie que, en realidad, son poco más que casas de adobe de más pisos. Ha tenido que ser una tragedia brutal la que haga preguntarse a los turcos si el rey no irá desnudo. La realidad es que la represión sustituye a un control público de la legalidad en detrimento de la seguridad y el bienestar ciudadano. Se compra el silencio o se impone y en el tránsito la responsabilidad pública no se ejerce ni hay quien la exija. Esa connivencia del poder con la ilegalidad, en democracia, se denuncia, se investiga y se juzga en tribunales y en las urnas. Por eso la democracia es imprescindible; también para una buena estrategia antiseísmos.