Las olas del Mediterráneo chocaroncontra el barco guardacostas con lafiereza habitual. Tras más de 20años en la profesión ya no sufría por aquellas cosas. Sin embargo, ahora, a punto dejubilarse, había empezado a ponerse nervioso por las noches. Dormía pero no descansaba como antes. No eran preocupaciones, ni siquiera el café de la noche mirandoel puerto de Sicilia. Era el trabajo. Le dabavergüenza reconocerlo pero sentía que, sinaviso previo, su cometido había cambiado.En los últimos años, un día sí y otro también, su tarea era avistar lanchas cargadasde hombres, mujeres e incluso niños. Aúnrecordaba la primera vez que vio una deellas por sus prismáticos. El brillo del sol sereflejaba en aquellas pieles negras bañadasen sudor. Pero fue el miedo en sus rostros loque se le quedó grabado. Por las noches leasaltaban esas imágenes. Y aquella mañanaazul, preciosa a primera vista, volvía aponerle ante la tesitura de rescatar, o no,aquella barcaza que se veía a lo lejos. Unhombre de rutinas como él, sentía que nohabía manera de acostumbrarse a aquello.Mensaje por la radio interna: “Unos 50, lamayoría hombres pero también al menoscinco niños”. “Porca miseria”, pensó para símismo. Niños. Se le helaba la sangre. Erande otro color de piel pero él los veía igualesa sus nietos. Con estos jugaba. Con los delas barcas, los salvaba, y no siempre. Eincluso, tras recogerlos, empezaban las presiones de unos y otros para que no los arribara al puerto. A gusto ponía allí ahora a sucuñado que le repetía aquello de “no másmigrantes” y “los italianos primero”. Pensó,“vienes aquí y les dejas tú morirse delantede ti”. Estaban ya junto a la barca. Tomóaire y les gritó a los ocupantes: “¿De quénacionalidad sois?”. Le respondieron:“Somos humanos”. Pues eso. ¡Permiso parael barco Aita Mari ya! Que solo os pare lamar.
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