Ya van tres veces las que se ha sabido el ganador de Masterchef antes de que se emita la final. Es el riesgo que corre todo programa que se graba con tanta antelación: tarde o temprano, a alguien se les escapa el resultado de manera más o menos intencionada. Esta vez fue la publicación de Samantha Vallejo-Nágera en Instagram del pasado 5 de noviembre en la que insinuaba que sería Ona Carbonell la ganadora de MasterChef Celebrity 3. Algo que se confirmó el pasado domingo aunque ya estaba casi todo el mundo sobre aviso. No es el único caso, desde luego. La ficción más grande jamás contada podría ser de largo Juego de Tronos y no hay temporada que no se filtren temas, acciones principales, muertes de protagonistas... Es tal el interés que despiertan que sus fans en las redes sociales se convierten en sus principales delatores. Y llegados al tema de las series, tengo que decir que no hay semana que no me sorprenda del trasvase de estrellas del cine que se pasan a televisión. Se ve que todavía a algunos nos cuesta hacer distinción entre el cine y la tele. No es extraño para los que crecimos escuchando hablar pestes de la caja tonta y oíamos hablar en plata sobre las virtudes del séptimo arte. Ni una cosa ni la otra. Ahora se producen series para un mercado global que manejan unas pocas distribuidoras universales. Las estrellas de Hollywood hace tiempo que comprendieron que todo el activo que conserven todavía, lo tienen que hacer efectivo de manera inmediata o se les quedará en el baúl de los recuerdos. Así que gente como Michael Douglas ya se ha puesto a capitalizar su imagen y venderla a la industria del arte o de la pantalla -o como quiera que se le llame a partir de ahora-, a todas estas canales y plataformas que manejan la industria. Lo que sí parece claro es que el proceso de fabricación se ha simplificado tanto que será más fácil que, en el futuro, denominemos como producto lo que hasta ahora se consideraba una obra de arte. Y eso no es ninguna evolución.