Lo escribo así, con errata infantil, porque solo a Carlos Iturgaiz se le permite publicarlo en bruto: “Yo también quiero ejercer mi libertad de expresión para decir a todos los que han pitado el #HimnoNacionalEspaña que son unos hijos de puta”. No toco el acordeón -qué culpa tendrá la música-, pero hoy traigo una teoría muy trabajada sobre ese manido toque a la madre ajena, otra que tampoco es culpable de nada.
Es muy distinto llamar al prójimo hijoputa, gritarle hijodeputa y dirigirse a él con ese largo y rumiado eresunhijodeputa. La primera expresión carece de carga ofensiva, ya que lo mismo se lanza a un árbitro tuerto y a un amigo ligón. Su uso excesivo ha aguado el significado inicial y anulado el ánimo dañino. La segunda aún mantiene un poso de mal café y rabia momentánea, pues pese a que el insultón no pretenda destacar el oficio de una señora sí desea de pronto pinchar a su vástago. Abunda en pasos de cebra y riñas de discoteca. La tercera, la del eurodiputado, es la significante y significativa.
Quien suelta “son todos unos hijos de puta”, referido a contribuyentes que solo han pitado un himno, en verdad expone no tanto un quehacer materno o la calidad humana de los pitadores como su propio odio, su bilis vieja, esa llama reacia a caducar que le quema las entrañas. No estamos ante un repentino golpe de ira sino ante un lento rencor volcánico, un tuit al menos de la víspera, como las lentejas y el bacalao. Presa de una herida infectada, el silbido era su excusa: antes del partido el patriota ya pensaba que casi todos los asistentes erais unos hijos de puta y tras él aún piensa que muchos de los que no fuimos también lo somos. Pobre madre.