Aída Nízar es ejemplar paradigmático de la actual fauna televisiva; personaje bocazas por antonomasia, salido de cutres programas de telerrealidad, sacudiendo mandobles a diestro y siniestro y encajando con gallarda actitud digna de un personaje del teatro de oro, embates verbales sin fin.
Agresiva, deslenguada, parlanchina, Aída revoluciona los platós, la casa de Gran Hermano VIP en Guadalix de la Sierra y hace caja, acompañada de su espectacular y mediática madre que muestra a las claras que de tal palo tal astilla y que cierto es que de casta le viene al galgo el ADN dialéctico, discutidor y deslenguado.
La palabra fácil, el decir acerado y la bronca palabrera crecen con suma facilidad en los diálogos de esta muchacha, más quemada que la pipa de un indio, en la que Paolo Vasile confía ciegamente para levantar alicaídos resultados de un producto que hace tiempo vivió momentos gloriosos de facturación y audiencia.
Las entradas y salidas de Aída en la televisiva casa donde docena larga de fracasos profesionales y personales deambulan como zombies delante de las cámaras que buscan desesperadamente emoción, calenturas y secuencias para alimentar un relato penoso, repetitivo y sin substancia. Y para mejorar el escaso condumio mediático aparece esta Armagedón de los platós, que con su fustigadora palabra trata de conspirar, azuzar y provocar escándalos, broncas y griteríos variados. Este es el escaso juego narrativo que la audaz muchacha trata de insuflar en un programa que no volverá a Telecinco, exprimidora total de juegos y jugos de telerrealidad a los que deja secos, exhaustos y fuera de combate, de tanto darle a lo mismo, en secuencias circulares que cada vez atraen menos. Es cuestión de dosis y al todopoderoso capo de Mediaset se le ha ido la mano y ha matado la gallina de los huevos de oro; M.M. se regocija en su camerino.