sentada como monumental marajá en los platós de Mediaset, Terelu Campos ejerce un papel de hija obediente en torno a la gran reinona de la tele de los realities que es la inefable María Teresa Campos, compartiendo ambas afición por zapatos de vertiginosos tacones sobre los que cabalgan titubeantes y a punto de rodar por el suelo plastificado del estudio, desafiando la gravedad.

Son pareja inseparable, binomio de éxito y esplendor, par sublime de la tele en colores que anima nuestros corazones exprimidos por el duro bregar del día a día, mientras ellas en todo su esplendor de colorines de maquillaje brillante que oculta penalidades y huellas del tiempo pasado.

Excelente material humano para que los seguidores de Sigmund Freud echen un vistazo a esta carne y sangre, unidas por la vida, y la tele de las miserias exhibidas a base de talonario en innumerables mañanas, tardes y noches de estar juntas, pegadas por el calor de los programas del corazón y espacios de música casposa y antigualla.

Presencia poderosa de la madre que anula y reduce a polvo de estrellas la espléndida humanidad de Terelu, rehén de su madre María Teresa Campos, dominadora de despachos y voluntades en un ejercicio televisivo de amplísima hoja de ruta demostrada en canales diversos y un recorrido de éxito en la radio de su tiempo.

Terelu, hija sumisa alienta en silencio rebelión materno filial que explotará un día porque el tiempo de la sucesión se acerca con acelerado paso. Sueña cada día, la hija de Campos con quitarse la molesta presencia de una madre dominadora y obsesiva de su imagen egocéntrica y absorbente. El tiempo de la rebelión está próximo y entretanto sonrisas melifluas, cariños acartonados y aguantarse como se pueda que el glamour debe dominar la situación. Es la hipocresía de la televisión.