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El dios de la lengua

Los majaretas del ISIS han advertido a los refugiados sirios de que sus nietos, amén de incurrir en “la fornicación, la sodomía, las drogas y el alcohol” -¡planazo!-, “olvidarán la lengua del Corán”, lo cual los alejará de la religión. En un relato de Hoda Barakat, una exiliada libanesa se entristece cuando su hijo se burla de su insistencia en conservar el idioma. Lo considera folclore de su tierra natal, como “la tradición de comer kishk caliente en las frías tardes de invierno”. Así que la madre debe asumir que la lengua del hijo no es ya la que ella le enseñó, sino la que le ha enseñado el mundo en el que ahora vive.

La misma lengua, pues, les parece a los fanáticos un mero transmisor de fe, a las madres una importante herencia familiar y a los hijos un motivo de cachondeo, bostezo o batalla generacional. Con el euskara pasa algo parecido: hay mil maneras de verlo. Y me temo que, entre el inevitable numantismo al que nos han empujado y la tediosa carga ideológica a la que lo hemos sometido, se han dejado de lado las dos básicas razones por las que se mantiene o adquiere una lengua: porque es atractiva y porque es necesaria. Por mucho derecho que tengamos a usarla o aprenderla, no lo ejercitaremos si no compensa.

Siendo evidente que en casi todo el país el euskara no es necesario, quizás habría que pensar en cómo hacerlo más atractivo. Pues, aunque cueste admitirlo y afirmarlo, el principal problema no es ya su aceptación pública sino nuestro privado desapego, ese gentío que lo abandona o ni se acerca. No todo va a ser culpa de UPN, digo yo. Es más: donde hay simples hechos no siempre ha de haber culpables.