en este país nuestro, cuando se trata de la realidad política y social, apenas hay espacio para la sorpresa. Antes del 24 de mayo no hacía falta ser adivino para pronosticar que podrían contarse con los dedos de una mano los gobiernos municipales de cierta envergadura que lograran mayoría absoluta. Con la misma seguridad se podía apostar a que los gobiernos forales y el de Nafarroa necesitarían pactos entre partidos diferentes para poder formarse.
Esta constatación era totalmente previsible, porque responde a la realidad contundente de que vivimos en una sociedad plural. Siendo esto tan real, tan incontestable, debería ser lógico que los partidos estuvieran preparados para afrontarlo con naturalidad y honestidad. Tan importante como marcar perfil propio es hacer amigos, contar con aliados posibles para cada ocasión, no quemar las naves, ser fiables para llegado el momento poder cubrir la necesidad de pactar y acordar.
Por pura prepotencia, por el uso y abuso del rodillo, y por una intransigencia inherente a su propia esencia, UPN ha demostrado ser incapaz de reconocer la pluralidad de Nafarroa en la creencia fatua de que ellos, y solo ellos, representaban la más pura navarridad y los demás eran un hatajo de advenedizos, rojos y separatistas. Basta con escuchar a la aún presidenta en funciones del Gobierno foral y presidenta en vigor de UPN, Yolanda Barcina, para reconocer la incapacidad siquiera de aproximarse a los adversarios. Los regionalistas que han mangoneado en Nafarroa durante dos décadas no han asumido una realidad tan básica como asegurar los aliados necesarios. Y, claro, UPN se ha quedado sola.
El tortuoso recorrido político de la izquierda abertzale y el aislamiento al que se ha visto sometida durante lustros, le ha situado también demasiadas veces en tierra de nadie, con el agravante de que en ese espacio se ha movido con mayor comodidad y sin sentir ninguna necesidad de pactar con nadie. No ha movido un dedo por tender puentes ni alcanzar acuerdos, hasta que ahora, en el mismo terreno de homologación democrática que el resto, carece de capacidad para la interlocución política.
Este perfil irredento, ese maximalismo tantas veces frustrado y frustrante, esa autarquía voluntaria o inducida, añade dificultad a una solución de pactos múltiples como la que es precisa en Nafarroa. Cuando debería interpretarse que EH Bildu es la solución del cambio, para algunos es el problema del cambio porque no es fiable. No ha sabido preparar el terreno para crear condiciones de acuerdo y, para colmo, EH Bildu es utilizada rastreramente por los enemigos del cambio y su argumento del miedo.
Lamentablemente, la falta de hábito pactista de EH Bildu hace menos sólido un proyecto estratégico y de futuro para Nafarroa, menos aún cuando veta al adversario -en este caso el PSN- apelando a sus errores del pasado. Mejor no apelar a ese argumento, por razones obvias. La izquierda abertzale debe hacer una profunda reflexión sobre sí misma y sobre su papel en una realidad política absolutamente necesitada de acuerdos. Debe hacer aceleradamente los deberes que hasta ahora no ha hecho, para no lastrar un cambio necesario ni servir de pretexto perfecto para el inmovilismo.
Debería haber sido suficiente el cataclismo electoral sufrido en Gipuzkoa para que EH Bildu reflexionase sobre esa tendencia al autoritarismo que afecta a quienes se creen en posesión de la única verdad. La mayoría de los guipuzcoanos no es que les haya rechazado por demasiado rápidos en implantarla, sino por estar equivocados y por pretender imponerla. Cierto que a veces ha llegado a pactos, in extremis y para salvar los muebles, aunque luego los incumpliera o los cumpliera a medias.
La izquierda abertzale ha hecho demasiadas veces política desde la arrogancia y la descalificación implacable de los adversarios, y ahora le cuesta mucho hacer amigos o aliados para gobernar. Por supuesto que en esta soledad ha influido en buena parte el apartheid al que ha sido sometida como castigo a su estrategia de complicidad con la violencia política, pero a ese acoso externo hay que añadir su propia inmadurez. Porque en la política, como en la vida, para optar a altas responsabilidades hay que transitar de la infancia a la madurez, hay que pasar de la gestión de la pura denuncia, de la protesta y de la pancarta, a la gestión compartida de soluciones constructivas y a veces hasta contradictorias. Cambiar el “todo o nada” por el “paso a paso”. Y todavía para la izquierda abertzale esta es asignatura pendiente.
Esta inmadurez, en política, lleva irremediablemente a la soledad y acarrea problemas en lugar de aportar soluciones.