Periódicos devueltos
tuve una librería en la que se vendían periódicos -pocos-, revistas -menos- y libros -tendente a cero-. También es verdad que no di mucho tiempo a que aquello progresara, pero a veces las cosas salen así: se quedan a la mitad. Aunque casi más que lo difícil que resulta poner en pie un comercio lo que más pena me producía era hacer el paquete con los periódicos no vendidos para dejarlos en la puerta y que de madrugada los repartidores se los llevaran al tiempo que depositaban los del día. Solo me produce una sensación parecida ver un pintxo en la barra de un bar a las once de la noche, saber que en nada cierran y que ya nadie se los va a comer. Siempre, inexorablemente, todos los 300 días que aquella librería permaneció abierta, devolvía un ejemplar de Diario 16. Solo me llegaba uno. Lo devolvía siempre. No lo compraba nadie. No sé bien por qué la distribuidora seguía enviándome uno, ya que normalmente analizan bien el número de ejemplares de cada periódico que vende cada punto de venta para ajustar los repartos a la realidad. En este caso, no fue así y pude leerme gratis Diario 16 durante casi un año, cuando aquel mítico papel agonizaba. Ahí descubrí a José Luis Alvite, un columnista que se las arreglaba para que sus frases para grabar en piedra no le descuadraran la columna, algo solo al alcance de los genios. No me digan de qué hablaba, porque no recuerdo ningún tema en concreto, solo la sensación de que te subías en aquel caballo loco, negro y hermoso y te apeabas dos minutos más tarde en la realidad, maravillado. Alvite escribía como los ángeles cabrones y lo hacía para sí mismo, no para un lector concreto ni para asombrar a sus colegas o a nadie. Ahora que se ha muerto siento vergüenza por no haberme comprado a mí mismo un Diario 16 y guardado alguno de esos pinchos de letras tan abandonados como tristes pero orgullosos y dignos en la derrota.