No quiero perder mi alma en television
EL título de la presente columna copia las recientes declaraciones de uno de los participantes en el programa de pura competición entre profesionales de pucheros y sartenes y que comanda con extraordinaria habilidad el más gritón, agresivo y mala leche de la cocina nacional, Alberto Chicote, que se ha pasado a la competencia y emerge como la gran referencia de los programas gastronómicos, arrumbado el genial y pionero Karlos Argiñano al menú fácil fácil para el diario condumio del ama de casa.
El padre de semejante declaración, que no deja de tener su punto de estrambótica e hiperbólica, es un profesional de la cocina que trajina pescados y carnes en Andalucía y que debe de intuir los peligros de la tele cuando te coge entre sus mediáticas garras y te usa como usual trapo de cocina de usar y tirar.
Este Ángel León, precavido y temeroso, no deja de tener punto de razón, porque el poder de la tele frente a otros medios reside en que es capaz de proyectar una imagen que puede no coincidir con la realidad del personaje y que la fabricada queda como la auténtica en el imaginario de millones de televidentes. Este poder masificador arrasa honras, honores y almas de quienes se presten a pasar unas horas en un plató donde se producen los alimentos televisivos para consumo masivo.
La imagen de un personaje en el circo televisual se construye como algo nuevo, diferente y hasta opuesto a quien sale del anonimato y entra en la batalla de cadenas, donde todo vale y ciertamente se puede perder el alma y más en espacios donde lo reality convive con el concurso más el añadido de un Merlín que todo lo amasa en pro de audiencias multitudinarias. ¡Ojo con vender el alma al diablo!, te la puede destrozar y el cocinero del Sur lo intuye y se protege, por si las moscas pican, que picarán.