Según el último barómetro del CIS, los políticos, eso que se viene denominando la "clase política", suponen para el conjunto de los ciudadanos del Estado su tercer problema. Una preocupación situada inmediatamente después que el paro y la situación económica, con la particularidad de que este desapego hacia los políticos ha alcanzado su cota más alta desde la restauración de la democracia.

Ellos, los políticos como colectivo, no parecen excesivamente preocupados teniendo en cuenta que a estas alturas buena parte de los que ocupan cargo en las instituciones públicas o en el aparato de los partidos se limitan a obedecer consignas y a procurar no moverse demasiado para seguir saliendo en la foto. Es la política como profesión, como mero puesto de trabajo o, en casos extremos, como trampolín para el enriquecimiento dudoso. La otra parte, me refiero a los políticos que deciden las estrategias, los dirigentes propiamente dichos, son en definitiva los responsables de que una actividad teóricamente tan noble, tan al servicio de los ciudadanos, se haya precipitado por el abismo del descrédito hasta ocupar el penoso lugar que ocupan en la lista de las preocupaciones del personal.

Parece ser que una de las tareas de obligado cumplimiento para esa clase política, según se deduce del comportamiento partidario, es desaprobar todo lo que apruebe el adversario. A la contra por sistema, a la discrepancia como norma, al adversario político ni agua. Y si el adversario comienza su discurso deseando buenos días, pues no, pues malos, que está lloviendo. Y hablando de llover, podemos aquí echar mano del popular "Piove? Porco Governo!" de los italianos, culpando al que manda, sea quien sea, hasta de las inclemencias meteorológicas.

Los ciudadanos y ciudadanas vascos, a decir verdad, no parece que estuvieran muy pendientes del discurso del lehendakari Iñigo Urkullu con motivo del final de año. Entre los fragores de la cocina y el poteo en retirada, no fueron multitud los que estuvieron pendientes de ETB en aquel momento, aunque el 17,5% de audiencia en ETB2 y el 4,3% en ETB1 quedaron muy por encima del 7,3 y 1,4 respectivamente que atrajo el discurso de Patxi López en 2011. No sería de extrañar que entre esos porcentajes que escucharon al lehendakari Urkullu estuvieran ausentes más de uno de los políticos que al día siguiente opinaron sobre el contenido del discurso.

Ocurre lo mismo que con la tradicional plática navideña borbónica, que muy pocos la escuchan pero todos los portavoces opinan según el guión establecido por las ejecutivas de los partidos. Pero en descrédito de la política hay que hacer notar la diferencia entre los que practican la pleitesía servil ante el monarca y el zurriago inclemente ante el adversario, en este caso Iñigo Urkullu.

Al ciudadano medio, con un mínimo sentido común, le parece un disparate pretender sacar conclusiones de alto valor político a una alocución plagada de tópicos como suele ser la del Rey español por Navidad. Del mismo modo, ofende a la inteligencia que se arremeta contra un discurso institucional de fin de año comprimido en cinco minutos bajo la acusación de falta de concreción, de no haber bajado al detalle.

"El discurso fue insuficiente; Urkullu debe pasar de las palabras a los hechos" (Laura Mintegi). "El papel de un gobernante no consiste en expresar deseos sino en proponer soluciones" (Isabel Celaá). La crítica, a la vista está, va de oficio. Se trataba de un discurso institucional en el que poco más podía expresarse que buenos deseos y mejores intenciones. Y ellas, Mintegi y Celaá lo saben. Pero no iban a desperdiciar una ocasión, una más, para marcar territorio, para que los ciudadanos vascos tengan bien claro que el lehendakari Urkullu, su Gobierno y su partido, les van a tener enfrente. Digan lo que digan y hagan lo que hagan. Los ciudadanos vascos, quizá, de lo que han tomado nota es de que los políticos siguen siendo un problema.

Esto de marcar territorio, o marcar paquete, con perdón, con la que está cayendo, en lugar de reforzar convicciones produce melancolía y hartazgo. Esa obsesión por entorpecer las iniciativas del Gobierno, cualesquiera que sean, ese empeño por que se haga visible su debilidad, parece que va a seguirse a rajatabla por los principales partidos de la oposición. Caiga quien caiga.

El panorama parlamentario salido de las urnas ha colocado a las fuerzas políticas vascas en una situación en la que van a ser imprescindibles los acuerdos. No parece que esta necesidad apremiante vaya a hacer variar la costumbre atávica del entorpecimiento, la zancadilla, la oposición visualizada y el pacto imposible. Ni siquiera para que los funcionarios puedan cobrar la paga. Al parecer, va en el ADN de los políticos. Quizá por eso son un problema.