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Reforma laboral y autogobierno vasco

EN Derecho, como en la vida, las cosas son lo que son y no lo que nos dicen que son. El Real Decreto-Ley de medidas urgentes para la reforma del mercado laboral supone, pese a lo que señala su preámbulo y a lo afirmado por los responsables del PP, el fin del carácter tuitivo o protector del Derecho Laboral. Y su proyección a Euskadi va a representar, una vez más, la evidencia de que la petición de mayores cotas de autogobierno no es un canto hueco y vacío de reclamación material por parte de los nacionalistas, sino una necesidad social y política para permitir lograr, en este caso, la adaptación de unas medidas tan traumáticas y catárticas como las ahora aprobadas al contexto de nuestras empresas vascas y del marco vasco de relaciones laborales.

Por desgracia, no tenemos margen de maniobra, porque desde la arrogancia ejecutiva que aporta la mayoría parlamentaria absoluta, el Decreto trata de justificar la urgentísima necesidad de su aprobación y el haber hurtado al Parlamento la posibilidad de su debate ex ante, frente a la mera labor de aliño (es decir, su conversión o convalidación como norma legal) que ahora se realizará, un mero trámite que salvará las formas pero no esconde que la separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) ha pasado a mejor época, adquiriendo el valor de mera reliquia histórica.

Por parte de los representantes políticos del PP se nos ha dicho que se trata, como si estuviésemos ante una nueva y mágica dieta alimenticia, de una reforma "completa y equilibrada", que los derechos de los trabajadores permanecen intactos y que con ella ganan todos los trabajadores. En el reino de lo políticamente correcto, el recurso al eufemismo técnico persigue disfrazar la realidad y el alcance, demoledor para la parte débil de toda relación contractual laboral, del nuevo sistema de relaciones laborales implantado. El texto de la reforma subraya las "debilidades" del modelo laboral español y su insostenibilidad, aludiendo a los "dramas humanos" derivados de una crítica realidad laboral. Éste es el diagnóstico, que se contextualiza dentro de la gravedad de la crisis actual, sin precedentes. En realidad, el Decreto no tiene nada de coyuntural, ya que de forma estructural desmonta uno tras otro los hasta ahora vigentes instrumentos o técnicas garantistas o tuitivas para el trabajador, como parte débil de la relación contractual.

Y cierra el círculo del lenguaje pretendidamente cautivador calificando la reforma como un proceso "en el que todos ganan, empresarios y trabajadores", y que satisface "más y mejor" los legítimos intereses de todos. El cénit de esta Arcadia feliz que trata de vendernos el Decreto llega cuando alude a la necesidad de "mitigar" las rigideces que han venido caracterizando al régimen jurídico del despido. El colmo del sarcasmo legal es invocar, como lo hace la norma, el principio constitucional de igualdad para fundamentar la medida de equiparación, por abajo, del coste del despido improcedente, pasando todos los contratos de 45 a 33 días de salario por año de servicio, a contar desde el día de su entrada en vigor.

En nombre de la "eficiencia" del mercado de trabajo se "cosifica" al trabajador, éste pasa a ser una muesca de la cuenta de resultados, un elemento de coste productivo. Y la reforma permite unilateralmente, incluso sin autorización administrativa previa, los ERES y la modificación de la "cuantía salarial", pudiendo alegar para su adopción razones tan genéricas como las económicas, las técnicas, las organizativas o las de producción.

En el altar de la consagrada "flexiseguridad" (¡vaya vocablo posmoderno!) se ofrecen como sacrificio derechos básicos de los trabajadores. Y pese a que los directamente afectados en sus derechos resultan ser éstos, la reforma se dirige en realidad, tal y como literalmente proclama el Decreto, a los "operadores económicos" y se orienta hacia la adopción de medidas que les proporcionen "seguridad jurídica y confianza".

Por si hubiera duda, se reitera que el Decreto pretende crear las condiciones de seguridad necesaria para los "mercados e inversores". Proclama de forma tecnocráticamente aséptica que para ello hay que garantizar "la flexibilidad de los empresarios en la gestión de recursos humanos". Nos dice el texto que se favorece la flexibilidad interna en las empresas como alternativa a la destrucción de empleo, y en realidad se dota de facultades al empresario para despedir, para alterar unilateralmente la condiciones básicas de empleo (incluido el salario, los horarios, los turnos o la organización de puestos de trabajo, entre otras) bajo la única motivación de mejorar la competitividad del negocio. Es lo que el texto define como "mecanismos de adaptación de las condiciones de trabajo a las circunstancias que atraviese la empresa".

La supuesta equidistancia que autoproclama la reforma, al señalar que todos ganamos, queda desvirtuada por las durísimas medidas que adopta ex novo: despedir es ya más fácil y más barato, desaparecen los contratos con indemnización de 45 días, las empresas podrán materializar los ERE sin autorización, el empresario puede "descolgarse" (es decir, dejar en suspenso, no cumplir las previsiones del convenio colectivo aplicable), y bajo el canto ( falaz) a favor de la autonomía de la voluntad, se da prioridad a los convenios de empresa sobre los sectoriales, restando así, de hecho, capacidad negociadora a los trabajadores, ya que su poder "autorregulador" es ínfimo, minúsculo en el marco de PYMES.

Y esos convenios de empresa son los que primarán a la hora de fijar las condiciones laborales básicas. A todo ello se añade la consolidación del traslado a la dimensión territorial estatal, en detrimento de la autonómica, de importantes competencias de los acuerdos territoriales. El resultado es demoledor. Y la duda, más que fundada, es si servirá para reactivar la economía.