Dicen que hay instantes que encapsulan el tiempo, que cobijan en su interior la capacidad de sentir que el ser humano es un buen invento. Cada cual tenemos unos cuantos, tanto personales como colectivos, sean de la clase que sean, de la clase que sean. Ninguno somos nadie para minusvalorar o dar más valor a los momentos que permiten a los demás mirar más allá de nuestros ojos, más allá del horizonte, más lejos de todo lo existente. No hace falta ser sensible, ni nada especial, ni escribirlo, ni compartirlo, para sentirlo, ni el que lo comparte es por ello mejor o más. Pero a los periodistas, por genética, nos gusta, o nos debería gustar, compartir ya sea ideas, informaciones, trucos, estilos, notas, guiños, depresiones, esperanzas. El martes murió la madre de un amigo, un tipo que vive en un pueblo precioso, que tiene una casa de pueblo preciosa levantada euro a euro, con un desván a dos aguas desde el que se puede ver el horizonte cristalino y al futuro saludándose con el pasado. El lunes por la noche, Bob Dylan y Mark Knopfler, a los que he dedicado con felicidad supina el 50% de las escuchas musicales de mis últimos 25 años, cantaron a dúo por vez primera en la historia sobre un escenario. Fue en Londres. Se relevaban en las estrofas que Dylan escribió para su hijo, pero que son para todos. Entonces, Knopfler, mientras cantaba que tu corazón siempre esté alegre y que tu canción siempre sea cantada, señaló en apenas un gesto a Dylan: el estadio se rompió en grietas y el público se dio cuenta ahí mismo de que aquella era la más pura de las magias eternas y el tiempo se paró y la vida fue hermosa, muy hermosa. Mi amigo dice que su madre estaba escuchando esa misma versión mientras se despedía de la vida y que su madre será por siempre joven. No tengo ninguna duda, Txema.
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