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Corred

Ayer salió un día espléndido, ojalá hoy tengan uno parecido aquellos que irán de Behobia a San Sebastián sin más herramientas que ilusión, piernas, pulmones y, por supuesto, algo de entrenamiento. Cada vez hay más personas que corren, lo que no es de extrañar, porque está todo para echar a correr. Hace muchos años, en un día de perros, hice ese trayecto y estábamos 4.000. Hoy la cifra se ha multiplicado por seis, lo que resulta francamente paradójico: el atletismo como deporte popular, como gozo y evasión, como desconexión de la ansiedad diaria, crece a pasos agigantados, en detrimento de otros deportes populares que necesitan de quedar con varias personas para echar un partido de algo. No hay tiempo, no hay tiempo. Y, además, mientras a cada mes que pasa los surcos en los hierbines de parques y caminos son más anchos y más profundos, en las pistas de atletismo comienzan a crecer las flores, la arena de los fosos de longitud se endurece y se le forma una costra y el colchón de caída del salto de altura se abomba como una lata de conservas caducada hasta que estalla y se agrieta. El atletismo como deporte de competición cae a toda velocidad, a pesar de que siempre habrá miles de niños y niñas que no quieren hacerse ricos dando patadas a un balón o jugando al tenis. Es el deporte más sencillo del mundo, con menos reglas, de más exigencia -mucha más que el ciclismo, mucha más- y, por tanto, un asunto que genera pocas disputas en los medios de comunicación. La gente, sin embargo, cada vez corre más. Y mejor. Contaba Joan Benoit, la primera campeona olímpica, que poco antes de entrar en el túnel de acceso al estadio dudó de si hacerlo, porque sabía que al salir sería una persona diferente. Los que hoy lleguen a Donosti y se asomen a La Concha saben de qué hablaba.