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Pactos postelectorales: la decisión de Sophie

EVOCANDO el título de La decisión de Sophie, muchos lectores recordarán el argumento de esta excelente película británico-estadounidense, basada en la novela de William Styron y rodada en 1982 bajo la dirección de Alan J. Pakula, protagonizada por Meryl Streep y Kevin Kline. Ante la crisis emocional derivada de la necesidad de adoptar una decisión trascendental en su vida, la protagonista del film opta por tomar su última decisión soberana: suicidarse, acabar con su vida, al no soportar el peso de la propia decisión, del dilema vital que se le plantea.

El fácil recurso a la analogía podría llevarnos, trasladando ese argumento cinematográfico o novelesco a la vida política real de Euskadi, a pensar en la trascendental decisión que debe afrontar el PNV tras los resultados de las pasadas elecciones municipales y forales. Todo el mundo mira de nuevo al partido que ha vertebrado y vertebra, desde el nacionalismo institucional, la vida política de este país desde hace treinta años. Y hay que tomar una decisión, porque tanto el inmovilismo como el pseudomovimiento (es decir, agitación en superficie pero sin dar un paso firme y coherente en una dirección) equivaldrían, valga la comparación, al suicidio político.

La madurez vital, tanto de las personas físicas como de las jurídicas (entre ellas, los partidos políticos), enseña que tomar una decisión y pretender contentar a todos es imposible. Y que antes de la decisión hay que reflexionar, sin duda, hacer autocrítica y sopesar las consecuencias derivadas de una u otra alternativa.

No corren buenos tiempos para el análisis sereno acerca del nuevo escenario político vasco. Y sin embargo, es más necesario que nunca reflexionar. Cargarse de razonamientos constructivos y criticar con fundamento argumentativo. Enfrentar siempre suma más apoyos populares que el intentar tender puentes entre diferentes. La cada vez más extendida orientación frentista suma solo al principio, porque mantiene unidos a los propios, pero luego es incapaz de ensanchar la base social de un proyecto, sin la cual no puede salir adelante.

Lo negativo vende más que la pretensión constructiva de trabajar por tu proyecto político y de país sin componer trincheras desde las que solo escuchar el eco de tu propia voz, marginando o despreciando al que opina diferente. Estas batallas ideológicas que se resuelven encerrándose más en uno mismo no conducen sino al hastío y al inmovilismo. Hay que disolver las simplificaciones dañinas, hay que evitar maniqueísmos simplistas entre vascos buenos y vascos malos, o entre vascos auténticos y sucedáneos de vascos.

En Euskadi seguimos, con demasiada frecuencia, empeñados en otorgar (o negar) el sello de autenticidad a proyectos políticos juzgando unos y otros desde presupuestos frentistas. Debemos superar esa ciega visión, y construir. Ni vetos, ni frentes, ni imposiciones. Las posturas maximalistas deben dejar paso a la necesidad de pactos entre diferentes. Ese es el veredicto de las urnas.

Y tras la lógica euforia postelectoral cabe apreciar en la reflexión de integrantes de Bildu la necesidad de tocar suelo, en el sentido de apreciar la diferencia y distancia entre tener proyectos, tener ilusiones, tener expectativas políticas frente a la percepción de tener una especie de derecho absoluto e incondicional a su materialización por encima de la voluntad mayoritaria del pueblo vasco.

Reconocer que todo proyecto conlleva frustraciones y que no cabe la imposición de proyectos mediante el macabro atajo de la violencia es subir el listón ético del debate hasta el piso en el que toca debatir sobre y de política: para convivir, para criticar, para construir, para debatir, para vivir. Pello Urizar debió haberlo recordado cuando el domingo subió al estrado para recordar que era la hora de la política, en ausencia de injerencias externas, y solo citó las de los Estados español y francés, sin mencionar a ETA.

La violencia anacrónica, la ideología totalitaria de ETA ha tratado durante demasiado tiempo de usurpar a través del terror nuestra soberanía y nuestra voluntad como nación vasca. Que nadie nos robe nuestra identidad. Es el momento, irreversible, para siempre, de la política.