La fiesta de la democracia se abre camino este 14 de febrero en Cataluña. Diversas opciones políticas pelearán por hacerse con el poder de las instituciones catalanas. Al ciudadano de a pie le toca emitir un voto y elegir a los representantes. Unos representantes que tomarán decisiones en nuestro nombre, con o sin nuestro consentimiento. Pisotearan muestras libertades más elementales -especialmente en esta época de pandemia- con o sin nuestro beneplácito. Lo hacen y lo seguirán haciendo porque ostentan el poder y porque la mayor parte de la ciudadanía prefiere delegar sus responsabilidades en vez de asumir las consecuencias de sus decisiones. Así lo indica un reciente estudio de la Fundación BBVA, en el que el 76% de los ciudadanos españoles atribuyen al Estado (a los políticos) la responsabilidad de garantizar un nivel de vida digno, frente al 20% que consideran asunto particular la garantía de dicho nivel de vida (en Alemania los porcentajes son 41% Estado vs. 54% individuo). La democracia representativa goza de excelente salud y su debate frente a una democracia directa está fuera de toda agenda mediática. Teniendo claros los puntos débiles de la democracia directa, a saber; la imposición de la clase media (la mayoría) a ricos y pobres y/o la subordinación del individuo a la comunidad, en los tiempos que corren puede ser una alternativa más que interesante frente a la democracia representativa, comandada por el analfabetismo, la propaganda, la corrupción y la arbitrariedad.