Esta semana ha fallecido mi padre de COVID-19 en un hospital de Osakide-tza. Ha recibido un trato sanitario impecable, pero los últimos días de su vida han sido un auténtico infierno de soledad y angustia. Solo nos permitieron estar con él cuando se suponía que se encontraba en la fase previa a la muerte, y esto a lo largo de diez días ocurrió dos veces: en los dos primeros días de ingreso -ahí estuvimos mi hermano y yo arropándole-, y durante las doce horas previas a su fallecimiento, cuando ya no reaccionaba a ningún estímulo. Y entre medias, siete días de llamadas de socorro de mi padre con su teléfono móvil, a su nieta, a mi hermano, a mí€ Siempre decía lo mismo: "Estoy muy mal, ¿por qué no venís? Por favor, ayudad a vuestro padre". Y nuestra respuesta: "Aita, no nos dejan entrar, pero te vas a curar, estás mejorando€". Y es cierto que así lo pensábamos. No pudimos ayudarle en sus momentos de mayor desconsuelo, intentaron curar su cuerpo, pero destrozaron su alma. La suya y la mía€ La suya por el sentimiento de que su familia le había abandonado, y la mía porque sus llamadas de socorro resuenan una y otra vez en mis oídos, ni cuando duermo las dejo de escuchar€ ¿No es posible hacer las cosas de otra forma? ¿No tiene el mismo riesgo la visita al borde de la muerte que cuando aún se le puede reconfortar un poco? ¿No se puede dar un poco de ayuda emocional a las personas que están en este trance? Y viendo que la mayoría de las personas que fallece son nuestros mayores, ¿no creen que merecen morir de una forma más digna? Yo siento que no he podido proteger a quien me ha protegido toda la vida.