La entrada de un nuevo año representa siempre un tiempo de balance, por un lado, y de prospección hacia el futuro por otro. En medio de un complejo contexto político y social, y ante la suma de catárticos factores geoestratégicos, económicos y socioeconómicos, resulta de enorme dificultad todo intento de aportación de certezas y de seguridad. Vivimos un presente acelerado, sin tiempo para la reflexión y para el debate sosegado. La política vive también presa de la cronocompetencia: todo ha de materializarse rápido, la urgencia atrapa el presente.

Cabría promover la prudencia y la ponderación en los análisis y reconocer las limitaciones de nuestra capacidad de predicción en contextos, como el presente, caracterizados por su elevada complejidad, volatilidad y aceleración y que nos conduce a hacernos más preguntas que nunca. Entre algunos dirigentes políticos y muchos observadores y comentaristas de la actualidad se atisba el recurso a la estrategia de atribuirse una suerte de lucidez retrospectiva (esa especie de prestigioso fraude intelectual que el escritor Muñoz Molina ha definido como “profetizar el pasado”). Quienes tenemos el privilegio de poder participar de palabra o por escrito en el debate público no deberíamos olvidar esa doble premisa de actuación: humildad y responsabilidad.

Si desatendemos estos valores y nos dejamos llevar por el narcisismo mediático incurriremos en el error de hacer daño enturbiando la atmósfera social (ya de por sí muy cargada de tensión) con exageraciones e hipérboles. Si me permiten, terminaría esta reflexión inicial con una sugerencia: no debe confundirse el pesimismo extremo o el catastrofismo con la lucidez. Muchas veces ese recurso encubre en realidad, junto a un afán de notoriedad, una actitud tan estéril como la que representa el desdén y la displicencia (esa posición intelectual tan de moda y cada vez más cultivada en ciertos medios).

En un año importante en lo electoral este complejo contexto tiene también su proyección sobre el mundo de la política y de los gestores públicos: sometidos a una presión diaria muy estresante y con un margen de maniobra muchas veces escaso, están viviendo momentos difíciles, sin duda. El sentido finalista y funcional de la política nunca ha tenido mucho glamur intelectual, pero cobra sin duda un renovado protagonismo. Necesitamos, más que nunca, que la política recupere su prestigio y su pujanza.

Hay que tener visión estratégica acerca de hacia dónde queremos ir. E ir reformando gradualmente nuestro tejido público en esa dirección. Con visión y decisión. Ello implica tomar decisiones con determinación. La Administración pública debe llevar a cabo una provisión eficiente de bienes y servicios de calidad a la ciudadanía para que el país funcione cabalmente, también la economía y el tejido productivo, pero igualmente el sistema sanitario, la educación, la seguridad, las infraestructuras, los transportes o cualquier otro ámbito.

Un equilibrio inteligente y una cooperación público/privado es hoy más necesaria que nunca. Las instituciones públicas y quienes gobiernan o sirven en ella deben ser el mejor asidero para evitar o paliar la inestabilidad política y social. Y en este contexto hay que hacer las cosas mejor que nunca, ser altamente eficientes, íntegros, productivos y obtener resultados. No se trata ahora de tener más sector público, sino de mejor administración y mejor sector público. La peor carta de presentación que puede tener la Administración Pública es la ineficacia; y la política, la impotencia.

El centro del debate debe girar en la cuestión relativa al alcance y a la extensión de nuestro sistema de protección social, clave para frenar la desigualdad y para cohesionar más y mejor nuestra sociedad. Necesitamos un nuevo modelo de sector público, y también un modelo diferente de colaboración público-privada. El modelo social basado en la sociedad de consumo y el capitalismo global generará, si no se corrige y modula desde lo social, un efecto de creciente desigualdad. En lo económico y social, el reto tiene una doble componente: consolidar e incrementar en lo posible la riqueza social y a la vez reforzar y mejorar los mecanismos de su distribución.