La celebración ayer del día mundial de los Derechos Humanos, se enmarca dentro de un contexto geoestratégico y socioeconómico muy convulso. La inflación desbocada, la sensación de discontinuidad histórica derivada de un contexto internacional complejo e incierto provocan zozobra e inquietud social. Y toda esa suma de factores pasa factura en la confianza social y provoca un auge de los populismos políticos, que están pasando de ser un mero síntoma de fatiga democrática a convertirse en alternativa real de poder. Conviene recordar ahora la visionaria reflexión de Amin Maalouf (“el desajuste del mundo”) cuando expresaba que estamos asistiendo al crepúsculo de las civilizaciones separadas. Su tiempo ya ha pasado y ha llegado el momento de superar esa atomización para ir construyendo poco a poco una civilización común basada en dos principios intangibles e inseparables: la universalidad de los valores esenciales y la diversidad de las expresiones culturales.

Frente a ello, la desconfianza y la incomprensión crecen tanto que comprometen todas las políticas de integración o incluso las de simple coexistencia. En la práctica estamos viviendo una desviación global hacia la xenofobia, la discriminación, los abusos étnicos; es decir, hacia la erosión de todo cuanto constituye la dignidad ética de nuestra civilización humana. Y así ocurre que el temor al diferente, el miedo ante tanta incertidumbre atenaza y paraliza a buena parte de los ciudadanos.

Hermanos de Italia, la formación política que dirige Giorgia Meloni, sucesora del partido fundado por Mussolini, se ha hecho con el gobierno de la Republica Italiana. Hay más y recientes ejemplos: Suecia, EEUU (con la pretensión del retorno de Trump y con su fortaleza dentro del partido republicano), Alemania (donde la ultraderechista AfD llama a las protestas mientras trata de capitalizar el malestar por la carestía de la vida y los precios de la energía e incluso llega a involucrarse en intentos de involución democrática como el conocido esta pasada semana)...

En todos los casos se repite la misma estrategia: desde formaciones políticas de extrema derecha se construye el relato de una sociedad rodeada de amenazas (la inmigración, la delincuencia, la situación económica, la emergencia energética) y, tras despertar el miedo y el temor hacia lo desconocido, se proponen soluciones tan irracionales como radicales.

Las democracias liberales se encuentran en una situación de fragilidad. Los mensajes populistas simplistas, con tintes a menudo xenófobos, así como los intentos de minar la legitimidad de las instituciones democráticas cuentan con una audiencia receptiva. En cada vez más estados los partidos populistas han dejado de ser marginales y participan como serios contendientes en las elecciones.

Parte de la población europea considera atractivos algunos aspectos de esa gobernanza autoritaria, tales como una vigilancia estricta, libertades individuales en peligro y estructuras sociales uniformes. Para algunos, esta situación recuerda la década de los años treinta del siglo pasado, cuando el fascismo en Europa estuvo en auge. La estrategia populista actual puede resumirse en tres principios: atribuir la responsabilidad de los problemas a la oposición o a un enemigo externo, proponer soluciones fáciles ante crisis complejas, y apelar a discursos pesimistas y apocalípticos.

¿Cómo contraponer, frente a toda esa suma de simplificaciones dañinas, la racionalidad de los discursos políticos y sociales no enfáticos?

No debemos responder al fanático con fanatismo; hay que huir de caer en sus provocaciones y confrontar cívicamente en el marco de un debate sobre ideas, sobre sociedad, sobre convivencia, sobre diversidad, sobre ciudadanía. El antídoto no puede ser más populismo, sino el recurso a la responsabilidad compartida entre políticos y sociedad civil. Nos va mucho en ello, también en materia de protección y defensa de los Derechos Humanos.