Ahora que se habla y se escribe tanto sobre Talgo, cumple que recordemos lo que pudo ser y no fue. De cómo el Tren Articulado Ligero Goicoechea Oriol, que es lo que significa el acrónimo, pudo ser en parte guipuzcoano, de Oñati para ser más concretos. La historia se la debemos a José Antonio Azpiazu y José Luis Creixell Garay, quienes hace algunos años publicaron un bonito libro acerca de la saga industrial txantxiku de los Garay –aunque con origen en Bedoña–, que camina ya hacia su segundo centenario. Comenzaron con las cerillas y siguen ahora con el acero y el latón, si no me equivoco, pero hasta la numismática, las viviendas prefabricadas y las motos han tenido lugar en su larga existencia.

Resulta que cuando Alejandro Goicoechea ideó aquel innovador tren, se puso en contacto con los Garay para que construyeran la estructura tubular y la carrocería del mismo. CAF de Beasain suministró la rodadura y la locomotora del primer prototipo. Cornelio Garay Mendia y su gente se volcaron en el empeño y las primeras pruebas realizadas en Madrid y Guadalajara en 1942 resultaron satisfactorias. Todo parecía indicar que el proyecto tendría sello oñatiarra, pero, entretanto, Goicoechea se puso de acuerdo con José Luis Oriol y cambió de pareja. Se trataba de una nueva traición del ingeniero de Elorrio, que ya en 1937 abandonó al Gobierno Vasco y se pasó a los fascistas ofreciéndoles los planos y la información necesaria para romper el llamado Cinturón de Hierro de Bilbao.

Años más tarde, en 1995, Correos emitió unos sellos con el objeto de homenajear al inventor de Talgo, pero en una suerte de justicia poética, un error llevó a la empresa pública a confundir al doblemente desertor con Cornelio Garay, que fue quien apareció en la estampilla. El citado Creixell citó la anécdota como una ironía justiciera del destino. Afortunadamente, no había hecho falta lamentarse: la empresa oñatiarra continuó en lo suyo, creció y sigue, de momento, a todo tren.