La cuestión de las mayorías cualificadas nos parece bien, mal o regular según nos va en la feria. Por ejemplo, hay personas a las que, como padres, en su día les pareció fatal que su ikastola no se publificara, a pesar de que la postura favorable superó el 50%, pero que, como militantes de un partido político, apoyaron con fervor una cláusula estatutaria que exigía una mayoría de dos tercios para la conformación de coaliciones electorales. Aducían en este caso que las decisiones importantes requieren un plus de aceptación, más allá de la mitad más uno de los votos. Como si el futuro de un centro escolar no fuera relevante.
También en primera persona debemos aceptar nuestros pecados. Somos muchos los que siempre hemos defendido la vía quebequesa hacia la independencia. Una vía, recordemos, que desde lo dictado por el Tribunal Supremo de Canadá y la posterior ley de claridad, exigía una mayoría clara. Del mismo modo, en la propuesta de nuevo estatuto político liderada por el lehendakari Ibarretxe, se planteaba el requisito de que, para su validez, el apoyo conseguido debería superar al que en su día obtuvo el Estatuto de Gernika. Esta formulación nos pareció impecable, pero ello no ha sido óbice para que en nuestras eternas discusiones sobre Escocia y Catalunya nos batiéramos el cobre defendiendo que un solo voto más a favor de la independencia era suficiente. Seamos sinceros: no es sencillo gestionar nuestras propias contradicciones.
Ciertamente, en nuestro día a día están muy presentes las mayorías reforzadas. También lo están en la vida política, en la que tal requisito se explica habitualmente con alegatos intachables sobre la necesidad de recabar acuerdos amplios, transversales. Todo ello hasta que, de un día para otro, alguien decide que qué más da. Sucedió anteayer en Madrid con la rebaja de la mayoría para el consejo de administración de RTVE. Uno no sabe si era una medida necesaria. Tal vez sí. Pero sería de agradecer que en adelante nos ahorraran peroratas vacuas sobre la cuestión.