La verdad es que la incorporación de David Bonvehí al gobierno de Salvador Illa no ha sorprendido a casi nadie. Y menos en Euskadi, lugar donde estamos muy acostumbrados a ver cómo los socialistas recogen a base de cargos a dirigentes de otros partidos que se van quedando sin nada, bien por fracasos electorales, bien por ser apartados por sus direcciones. Si vale el símil, el partido de la rosa, también en Catalunya, se parece cada vez más al camión escoba de las carreras. Bonvehí fue el último presidente del partido posconvergente PDeCAT, y es tan cercano al PNV –por lo menos hasta ahora–, que figuró en junio en la candidatura europea encabezada por Oihane Agirregoitia. La verdad es que no tiene uno nada contra aquellas personas que cambian de ideología y de partido; es más, muchas veces resulta incluso saludable. Pero cuando ello viene indefectiblemente acompañado de nombramiento y sueldo, sin siquiera un periodo de barbecho para disimular, la cosa echa bastante para atrás.

En las últimas elecciones catalanas conocimos sendos manifiestos de políticos exconvergentes, apoyando unos al PSC y otros a ERC. La verdad es que la nómina de personas que estuvieron en su día muy cerca de Jordi Pujol y Artur Mas (incluso de Carles Puigdemont) y ahora pacen en dehesas socialistas y republicanas, es muy grande. Por eso llama la atención que desde estas fuerzas políticas insistan con la matraca de endilgar a las actuales gentes de Junts per Catalunya todos los (supuestos) males del desaparecido partido y su aliada Unió. A no ser que nos quieran hacer creer que el cambio repentino de chaqueta de los mutantes ha convertido a estos por arte de magia en redimidos izquierdistas, libres ya de las corrupciones y desvaríos derechistas. Parlanchines como Gabriel Rufián deberían mirar más a su entorno, si no quieren que la cansina cantinela devenga en aún más patética. A no ser que, también esto, les dé ya igual. También esto.