Resulta una realidad indiscutible que la muerte nos hace mejores. Cada vez que fallece alguien con cierta proyección pública, abundan mensajes de condolencia, lo cual es de agradecer, acompañados frecuentemente de valoraciones acerca de la persona fenecida. Algunas de ellas sorprendentes porque, viniendo de donde vienen, parece inverosímil que súbitamente torne la opinión que se dice tener acerca de quien ahora se ensalza, respecto a lo que se juzgaba prácticamente hasta la antevíspera. Otra cosa es que el paso del tiempo haya contribuido a realizar análisis más serenos, menos viscerales. En este caso, la sinceridad del panegírico parecería evidente, en cualquier caso no tan sospechoso.

Viene todo ello a raíz del fallecimiento del lehendakari José Antonio Ardanza. Debo reconocer que cuando hace veintiocho años decidí dar el paso a la política de partido, me encontré en mi nueva casa con el hecho de que Ardanza, acompañado de Xabier Arzalluz y Román Sudupe, conformaba el triunvirato del mal. Sus razones tenían aquellos aguerridos militantes para tal consideración, aunque a las gentes que no proveníamos del viejo partido, así se le llamaba, nos resultaba un tanto cansina la pertinacia. Considera uno que con la rehabilitación del lehendakari Ardanza fuera del ámbito meramente jelkide se hace justicia a su gestión en épocas de extremada dificultad. Con todas sus luces y sombras, claro está.

Asistimos, ciertamente, a una suerte de restitución de lehendakaris por parte de sectores políticos que históricamente no eran demasiado proclives a loarlos. Observamos, por ejemplo, que la izquierda abertzale tira ahora de José Antonio Aguirre, aunque ya en la campaña de Laura Mintegi celebró un simbólico acto en el Carlton. Vemos también el vídeo del Aberri Eguna del PNV reivindicando a Carlos Garaikoetxea. Todo ello está muy bien si se realiza con franqueza, con mirada autocrítica. Y con lecturas sosegadas. De lo contrario, resultará mera recreación táctica.