Vaya por delante que comparto las razones que han llevado al soberanismo vasco, catalán y gallego a apoyar la investidura de Pedro Sánchez. Entre otras cuestiones, porque la alternativa causa pavor. Se supone que la nueva legislatura servirá para avanzar en los derechos sociales de la ciudadanía; cuando menos para impedir la retrocesión anunciada por la derecha española fanatizada. Si además se van cumpliendo algunos de los acuerdos arrancados en torno al autogobierno, el voto habrá merecido la pena. El de muchos de nosotros en las elecciones y el de nuestros representantes en el pleno del Congreso.

Todo ello no es óbice, sin embargo, para que expresemos cierta desazón por tener que darle cuerda a un personaje abotargado de megalomanía, frecuentemente reñido con la verdad y con una lista de incumplimientos digna de rubor. Para quien tenga la humilde virtud de avergonzarse, claro está, que hay quien carece de ella. Es por ello lógico que a la sensación de desasosiego se le sume una gran incertidumbre sobre lo que pueda deparar la legislatura. No tardarán en asomar los consabidos problemas jurídicos y técnicos; ni las dilaciones y frenazos. Todo ello revestido de petulantes llamadas a la prudencia, realizadas, eso sí, bajo el pleno convencimiento de que ninguna protesta llegará tan lejos como para hacer caer al gobierno.

El negociador de Sumar Jaume Asens nos cuenta que los socialistas han firmado sus acuerdos por oportunismo, no por convicción. En realidad no nos descubre nada, aunque se agradezca su sinceridad. Anuncian los soberanistas un estrecho marcaje para hacer cumplir lo pactado, pero le embarga a uno la sensación de que quien ha aparentado hasta ayer cercado por sus socios, pasará a ser a partir de ahora, a ratos torero, a ratos funámbulo, a ratos tahúr. Reprócheme el lector el pesimismo, pero ante la buena noticia de hoy, que la es, permítame cuando menos que no me levante a aplaudir.