Me pilla el conflicto palestino-israelí releyendo el libro de mis tocayos Goiogana y Bernardo acerca de Jesús Galíndez; aunque, a decir verdad, la pista que sigo en esta ocasión es la de Yon Oñatibia, precisamente sucesor de Amurriotarra como delegado del Gobierno Vasco en EEUU. Recojo la última palabra de su extenso encabezado (Galíndez: La tumba abierta. Guerra, exilio y frustración) y lo elevo aquí a titular, porque difícilmente se puede encontrar término que exprese mejor el sentimiento de desasosiego y fracaso que nos embarga por el papel que cumple la ONU desde su creación.

En unos interesantes capítulos, cuentan los autores del libro las conversaciones y negociaciones que mantuvieron el propio Galíndez y Antón Irala bajo la supervisión del lehendakari José Antonio Aguirre, con el propósito de conseguir de la mencionada organización sanciones rotundas al régimen de Franco que, pensaban, podrían derivar en su derrocamiento. Lideraron con pragmatismo los vascos aquella estrategia debido a la enorme división que existía en el seno del gobierno español en el exilio entre los partidos que lo conformaban. A pesar de una victoria inicial en diciembre de 1946, el golpe fue tremendo cuando al año siguiente vieron traicionada toda esperanza.

En su atinada columna del pasado domingo, afirmó el director de este diario que, a raíz de la espiral de terror en Oriente Próximo, la ONU ni está ni se le espera. Temo que la cuestión es aún peor, porque cuando sí que ha estado ha sido incapaz de que sus propias resoluciones fueran respetadas. En una carta fechada el día de Santa Cecilia de 1947, Irala le habla al lehendakari de un profundo sentimiento de soledad; y, aunque hace suya la expresión de Aguirre de que no se puede estar eternamente condenado a la injusticia, añade que tampoco deben seguir atados al carro de la ineficacia y la incomprensión. Soledad, injusticia, ineficacia, incomprensión. Poco más cabe añadir.