Ya me perdonarán los periodistas deportivos de este diario la incursión en su terreno, pero el artículo de Iker Andonegi sobre un nuevo paso en la recomposición de relaciones en el mundo de los aizkolaris me empuja a ello. En honor a la verdad, tampoco es la primera vez que irrumpo en esta contraportada en cuestiones relacionadas con el deporte, pero hay veces en las que difícilmente se puede evitar la tentación. Debo decir en mi defensa, que columnas como las que dediqué en su día a Galarreta y el remonte han sido de las que más eco han tenido, cuando menos en mi entorno.

En 2020 se quedó el mundo de la aizkora dividido en dos. Resumiendo, los mejores aizkolaris de entonces crearon la asociación Ezpal y abandonaron el ámbito federativo creando sus propias competiciones. Aquella traumática ruptura encendió las luces de alarma entre los aficionados, que ansiaban la unidad por el bien de la modalidad; pero tuvo también un efecto positivo, quizá inesperado: ha ido emergiendo una nueva generación de aizkolaris que, tal vez en otras circunstancias, no hubieran podido ir asomándose en la élite. El paso dado por Iker Vicente el año pasado auguraba para algunas personas un desenlace como el que se está produciendo, aunque muchos otros negaban tal circunstancia, aduciendo que fue aquella una decisión personal que en poco afectaba al colectivo disidente.

Lo cierto es que, tras paulatinos acercamientos y negociaciones, la normalización parece cercana. No se trata aquí de analizar los porqués de aquella escisión y de esta restauración, sobre todo porque escapan a nuestro entendimiento. Sí, sin embargo, para mostrar alegría. Máxime en un momento en el que el deporte rural vasco parece vivir una época de cierto resurgimiento, sobre todo en lo que respecta a la incorporación de las mujeres a su práctica y al eco mediático que está teniendo. Enterradas las hachas de guerra, sigan haciéndonos disfrutar con las otras, con las aizkoras.