Siempre había comentado entre amigos que entre la cuadrilla que conforman, entre otros, yolandistas, iñiguistas y garzonistas y la que capitanean pablistas, belarristas e irenistas, me inclinaría más por la primera en el caso de tener que optar, a pesar de que en sus filas milita la sinvergüenza de Ada Colau. Tal vez me llevaban a ello una estrategia más posibilista de los ahora sumandos de Sumar o las salidas de tono del entorno podemita. También el excesivo mesianismo generado alrededor de Pablo Iglesias, aunque no es menos cierto que la corte de lisonjeros empalagosos que rodea a Yolanda Díaz ha terminado por empatar, en este aspecto, el marcador. Por suerte no me encuentro en la tesitura de tener que posicionarme, pero admito que he cambiado de opinión.

La razón no es otra que la repugnancia que me está produciendo la ofensiva orquestada en todos los frentes contra un partido que se encuentra en horas bajas debido, entre otras cuestiones, a sus propias torpezas, pero al que se le está negando el respeto que merece. Tal embestida no proviene como antaño de la derecha carpetovetónica; no, es parte de la izquierda política y mediática española la que ha decidido que Podemos sobra o, en el mejor de los casos, debe ser sometido. El (de momento) último capítulo, zafio a más no poder, ha sido el de una ministra erigida en nueva líder invitando con escaso disimulo a dos compañeras a irse a casa.

Con todo, lo peor no es eso, porque algo de comprensible puede haber en la actitud de revancha de personas que en su día fueron maltratadas por la acción del aparato de un partido que, ciertamente, se ha pasado muchos pueblos con frecuencia. Lo peor es el súbito realineamiento de quienes hasta anteayer citaban con devoción ilimitada los nombres de Pablo, Irene o Ione cada vez que abrían la boca, pero ahora dicen que si les han visto no se acuerdan. Gentes sin escrúpulos que abandonan el barco pretendiendo hacernos creer que su (probable) hundimiento nada tiene que ver con ellos.