Como no hay manera de que se acuerde un criterio para conocer el verdadero alcance de una huelga, muchos ciudadanos de a pie han terminado por establecer una escala propia que les sirva de referencia: por ejemplo, si la administración o la patronal comunican que el seguimiento es superior al 30%, algunos consideramos que la convocatoria ha triunfado; si los sindicatos reconocen una cifra por debajo del 60%, intuimos un pinchazo. Algo parecido sucede con los procesos internos de los partidos políticos: si dan a conocer la participación en números absolutos, están como para exhibirlos; si lo hacen en porcentajes, sospechamos que su gente ha pasado bastante del tema.

En realidad, resulta esta una cuestión recurrente. La semana pasada conocimos el índice de inflación de marzo, pero entre interanuales, acumuladas, subyacentes y variaciones mensuales, unos y otros nos hicieron a todos un lío. Algo parecido sucedió con las elecciones sindicales de la enseñanza pública de la Comunidad Autónoma Vasca, ya que, ante números objetivos irrefutables, asistimos a alguna extraña celebración explicada de manera obligadamente embrollada. Las encuestas electorales, las cifras del desempleo y un sinfín de estadísticas conforman este curioso proceder en nuestro día a día.

Dicen que la verdad está en los números, pero en realidad se sabe más sobre ellos observando la manera de presentarlos. Un comunicado farragoso, una euforia impostada, unas declaraciones surrealistas o unas caras de circunstancias ofrecen mejor información acerca de una cuestión concreta que cien gráficos pomposamente exhibidos. Por ello, hay veces en las que nos sale de dentro exigir que no se nos tome por imbéciles, pero la cruda realidad es que en gran medida lo somos: la inmensa mayoría de nosotros tendemos a creernos las sumas, restas y demás operaciones que nos venden los más cercanos a nuestro pensamiento. Preferimos creerlas.