El regreso de Clara Ponsatí a Catalunya ha provocado un intenso debate sobre los motivos de tal iniciativa, pero también sobre sus consecuencias. La cuestión tiene gran importancia, porque parece evidente que forzará decisiones políticas y judiciales determinantes para el devenir del independentismo. Quienes asoman los jueves por esta columna conocerán ya de sobra mi interés por aquel proceso, pero hoy opto por centrarme en una derivada que, a pesar de no ser la más sustancial, también ha causado revuelo: a la eurodiputada la detuvieron los Mossos.

La Generalitat se ha defendido ante las críticas alegando que el hecho respondía a una orden judicial de obligado cumplimiento. Resulta difícil no dar la razón a las gentes de ERC que así argumentan; sucede, sin embargo, que la memoria no siempre es frágil y permite recordar épocas no tan lejanas en las que, estando la consejería de interior en manos de otros, los republicanos censuraban todas y cada una de las actuaciones de la policía autónoma, incluso las realizadas bajo idéntico razonamiento al esgrimido durante estos días por ellos. Se las prometían felices cuando adquirieron la nueva responsabilidad, pero se ha vuelto a demostrar que no es lo mismo predicar que dar trigo.

Algo sabemos sobre ello aquí, donde hemos observado colocar banderas españolas a alcaldes que años atrás despotricaban como ciudadanos contra sus antecesores por hacer lo mismo (incluso por no poner ninguna enseña). O cómo se quitaba el escudo de Navarra de las carreteras, como en su día tuvo que hacer el Gobierno Vasco en su identidad corporativa. Siempre fueron las decisiones judiciales las que terminaron por imponerse, pero es obvio que a algunos les ha parecido procedente cumplirlas sólo cuando les ha tocado a ellos. En definitiva, todo representante político debería saber que, cuanto mayores sean sus expectativas de gobernar, más responsable y menos facilona debe ser su labor de oposición. Debería.