La ocurrencia de presentar una moción de censura a Pedro Sánchez con Ramón Tamames como alternativa ha sido calificada casi unánimemente como esperpento. Solo ha convencido a las gentes de Vox, partido promotor de la cosa, aunque parece que tampoco a todos de entre los suyos. Tan estrafalaria propuesta, además, se convierte en más grotesca a medida que se van conociendo detalles de su gestación, como es la intervención del siniestro Fernando Sánchez Dragó ejerciendo de celestina entre Santiago Abascal y el veterano economista. Hay quien cita a Ramón María del Valle-Inclán o a Luis García Berlanga para describir el panorama, pero cree uno más bien que la cutrez del asunto la representa mejor la saga Torrente.

Con todo, la indignación de la clase política merece cuando menos una apostilla. La anunciada moción no deja de ser un nuevo paso –aunque muy grande– en la paulatina degradación de la vida parlamentaria a la que estamos asistiendo y de la que muchos de los ahora escandalizados son agentes activos. Diputados y senadores impresentables convertidos en claque, figura ideada por el emperador Nerón, pero con inmenso éxito durante los siglos posteriores. Son, en definitiva, Excelentísimas Señorías dedicadas casi en exclusiva al jaleo, dicho sea en su doble acepción de jalear y montar alboroto.

Obviamente, habitan también buenos parlamentarios en las dos cámaras de las Cortes españolas, estimados representantes de la ciudadanía que les vota y dignos sucesores de grandes políticos que dejaron huella con hermosos discursos y memorables batallas dialécticas. Sería interesante que esta minoría aprovechara la ocasión para convencer al resto de que esta absurda moción debe servir para hacer propósito de enmienda y volver a un parlamentarismo en vías de extinción. Que el burro le grite al conejo orejón no deja de ser un efímero desahogo. Pero es lo que está sucediendo, ese es el nivel.