El tratamiento mediático y político que se ofrece a los discursos de los reyes españoles desde 1975 es como el de la levadura de los panaderos, que aporta textura y volumen a las magdalenas. Sucede que mientras estas resultan sabrosas, las peroratas borbónicas son intragables. Todo se debe a la imperiosa necesidad de mantener a flote una institución alicaída, pero el ejercicio de autoengaño cada vez más deviene en patético. El artificial lisonjeo ha producido este año un capítulo especialmente grotesco, ya que pululan desde el martes quienes tratan de vendernos el desbloqueo del Tribunal Constitucional como fruto del “aviso” navideño de Felipe VI.

Por lo demás, la vacuidad de las palabras reales se demuestra con frecuencia gracias a una curiosa circunstancia: partidos políticos y medios de comunicación en guerra abierta por casi todo coinciden siempre en alabar el discurso, cuestión que se podría entender, pero poniendo el acento en el supuesto toque de atención que el monarca de turno da al bando contrario, lo cual es ya más extraño. Dicho con otras palabras, lo elogian entendiendo en la misma frase cuestiones opuestas. Tal vez consideren que, como Pazos en Airbag, lo mismo que nos dice una cosa nos dice la otra.

En este contexto, se reproduce anualmente un ritual casi tan tedioso como el propio discurso, el de la ronda de reacciones. Nuestros dos partidos mayoritarios participan en ella con críticas tan previsibles como los elogios de los aduladores. Tal vez resulte inevitable que lo hagan pero, soñar es libre, desearía uno que el año que viene a Aitor Esteban y a Jon Iñarritu les diera por no comparecer ante los medios y se quedaran en casa haciendo la plancha. O salieran de txikiteo. La desconexión que muchos anhelamos se materializará también con pasos como ese. Si es verdad que la monarquía española ni nos importa ni nos aporta, podríamos comenzar a demostrarlo con hechos.