Hoy anochecerá a las 20.32. En mi demarcación. Ayer lo hizo a las 19.31. Cada año que pasa se me hace más largo –hasta límites que a veces me sorprenden a mí mismo– el período que va desde que una noche de finales de octubre a las 3 son las 2 hasta que otra noche de marzo a las 2 son las 3. Suelen ser cinco meses, día arriba día abajo, pero se me hacen eternos como cinco lustros. Así que hoy es un gran día para mí. Y para otros muchos millones, que como yo –o mejor yo como ellos–, celebramos que los días ganen en longitud, en anchura y, básicamente, en luz y temperatura. Ya es el mundo lo suficientemente oscuro y frío en ocasiones como para encima desechar ocasiones así, en las que de repente te levantas un día y sabes que la noche se va a corresponder cada vez más con la hora de cenar y todas estas cosas de poco a poco salir a la calle en manga corta y maravillas así. Recuerdo que hace unos años se anunció que ya no habría más cambios de hora y que cada país iba a tener que decidir si se quedaba en el horario de invierno o en el de verano y a mí me entraron los sudores fríos, porque en este país de psicópatas políticos en el que campamos, capaces de decidir que mejor pasar los doce meses en el horario de invierno. No ha vuelto a haber noticia de aquellos. Sí, sé perfectamente que el horario que nos corresponde es el de Londres, que es una hora menos que aquí y por tanto anochece una hora antes ya sea en invierno o en verano, pero qué quieren que les diga: me cunde este, porque si volvemos hacia atrás a cambiar el horario al solar igual me da un infarto, eso de amanecer a las 5 y oscurecer a las 8. Pa los grillos y las cigarras eso. Dennos días en los que se va el sol casi a las 22, hombre, dennos de esos días, porque son precisamente esos días o la esperanza de que existen y que llegarán los que nos hacen soportar esta cueva de cinco meses que hoy abandonamos. ¡Vamos!