Así las cosas, al margen de las pirotecnias mediáticas y del impulso que está recibiendo el llamado deporte rey en su versión femenina, que bienvenido sea mientras no fagocite a todos los demás deportes –que lo hace y mucho–, el deporte femenino continúa inmerso en su permanente lucha por salir del anonimato, de los sueldos de miseria cuando los hay y de la buena voluntad y esfuerzo de miles y miles de entrenadoras, entrenadores, responsables y colaboradores. Hay miles y miles y miles de niñas y niños haciendo deporte pero las niñas lo dejan antes y en mayor medida que los niños, a la vez que las mujeres, cuando alcanzan algo parecido al profesionalismo, siguen estando en una situación prácticamente de inestabilidad económica y de invisibilidad social muy alta. En España, comparados con otros países europeos de mucha mayor tradición y respeto hacia otros deportes y que además nos llevan décadas de ventaja con respecto al papel de la mujer en el deporte –el tramo 1936-1975 fue atroz por mil motivos, este es otro más–, ser mujer, deportista y sobrevivir de ello es complejísimo. La lucha para mejorar esto, es, obviamente, multifactorial. Pasa por mayor atención de los medios, que generen más público, que a su vez generen más sponsors, que a su vez generen más ingresos, una pescadilla que es obvio que solo se impulsa con una apuesta pública clara, ya que si le dejas hacer esto al mercado el mercado ya sabemos qué va a hacer: apostar por el fútbol y cuatro migajas para los demás. Se necesita un cambio de mentalidad, se necesitan más medios, decisiones valientes, que los medios públicos de comunicación tengan una estrategia clara de promoción y ayuda y que a lo largo del país las consejerías de Deporte no sean el último mono al que echar los cacahuetes que sobran. Sin eso, de poco servirá que el fútbol femenino siga, aunque muy de lejos aún, los pasos del masculino.