Todos tenemos imágenes en la cabeza que no se van. Una de las que tengo yo es la caída mortal de Manuel Sanroma en la Volta a Catalunya de 1999. Estaba en casa con mi madre viendo la etapa antes de irme a trabajar a la librería y el joven y prometedor sprinter se cayó y se golpeó la cabeza contra la acera. La escena era durísima, de un nivel que al instante te hacía pensar que allá no había nada que hacer. Antes y después de él hubo y ha habido bastantes; profesionales, aficionados y meros cicloturistas que han perdido la vida en las carreteras, por caídas o atropellos, dejándote siempre el alma helada. El último es uno de los ciclistas más prometedores y talentosos del pelotón, Gino Mäder, fallecido el viernes tras caerse por un barranco el jueves en la Vuelta a Suiza, en un descenso muy veloz pero aparentemente menos peligroso que otros muchos más técnicos o con peores condiciones climatológicas. Da igual: cuando vas sobre una bici de apenas seis o siete kilos de peso a velocidades que superan los 80 o 90 kilómetros por hora –Ayuso, que ganó esa etapa, se puso a 100 por hora–, una caída por cualquier causa no controlable tiene consecuencias serias de no mediar milagro. De hecho, quienes seguimos el ciclismo y vemos la velocidad a la que se rueda y cómo se pelean las posiciones, los descensos o los sprints creo que pensamos todos que demasiadas pocas cosas pasan. Los corredores son auténticos genios dominando la bicicleta, pero siguen siendo de esas escasas profesiones deportivas en las que tanto entrenando como en competición se juegan la vida. Hubo una gran polémica en el Giro porque se acortaron algunas etapas por el frío y la lluvia. Sin entrar a valorar que igual hay días que los corredores se exceden en sus pretensiones, no olvidemos nunca que son una gente que a veces no vuelve a casa. A dos semanas de que venga el Tour al País Vasco, tengamos eso en cuenta.
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