Hay jaleo en redes –siempre hay jaleo en redes– sobre los precios de las entradas que ha puesto Joaquín Sabina para su gira de 2023, que pudiera ser la última del otrora prolífico compositor jienense. Algunos lo tachan de pesetero, puesto que las entradas en raro sitio bajan de los 80 euros y la media es más cercana a 100. Bueno, poco tengo que quejarme puesto que no voy a ir, ya que creo que el Sabina compositor ya dio –doce o quince canciones muy buenas– todo lo que tenía que dar el siglo pasado y que como intérprete nunca ha sido muy allá, y desde su jamacuco hace ya 20 años pues el nivel no me compensa. Pero lo que me fascina es la capacidad que tiene el personal de querer prácticamente convertirse en el artista que admiran, criticando sus supuestos giros o cambios, como si les defraudara o algo así. No sé, siempre me ha parecido un asunto muy infantil eso de esperar nada personal o siquiera profesional de un artista. O esperar que el artista en persona sea buena gente o que ayude a los ancianos a cruzar la calle o que no haya tenido jamás un problema con un colaborador o que no sea malo, envidioso, mezquino y un cabrón con patas. Cierto es que Sabina, que se ha autocatalogado tantas cosas –izquierdas, blá, blá–, es blanco perfecto de críticas si has ido de una cosa y luego haces casi las contrarias, pero esto de confundir persona y artista es más general, es un deporte nacional. 

La inmensa mayoría de los artistas hacen giras para lucrarse y para lucrarse lo más posible. Ajustan los precios en base a estudios para no pasarse por arriba y pillarse los dedos, pero si pones las entradas a 100 y agotas, ¿quién soy yo para criticarlo? Es una relación libre entre el que oferta el servicio y el cliente y, si al cliente el artista le inspira o emociona o entretiene o maravilla o todo junto, ¿quién es nadie para meterse en medio y tildar a unos u otros de nada?