Hubo un tiempo en el que se podía creer que el cine podría cambiar las cosas, suavizar los ánimos, alcanzar una visión conciliadora para cruzar ese abismo entre israelíes y palestinos. Películas como Una botella en el mar de Gaza (Thierry Binisti, 2011) o Crescendo (Dror Zahavi, 2019) podían dar con la tecla sobre el aprender a respetar o reconocer al otro, partiendo de una juventud que pudiera cambiar la situación y la inercia de los odios enconados. Sin embargo, el 7 de octubre de 2023 fue como si todo el débil andamiaje de las relaciones entre ambas comunidades se hubiese venido abajo de pronto. Peor aún, se hubiera convertido en un incendio que sólo parece que se apagará en el momento en el que los israelíes destruyan por completo al pueblo palestino.
En la actualidad, aquellos inspiradores y pedagógicos filmes han sido sustituidos por otros como el controvertido documental, ganador del Oscar de la Academia de Hollywood, No other land (Basel Adra, Yuval Abraham, Hamdan Ballal y Rachel Szor), o el recién estrenado en cines La voz de Hind (Kaouther Ben Hania, 2025). El primero de ellos es una realización que aborda, desde diferentes puntos de vista, la situación en Masafer Yatta (Cisjordania) y las crueles políticas israelíes para expulsar a sus habitantes de la zona. La sonoridad del mensaje fue tan elevada que las mismas autoridades hebreas no dudaron en demonizarlo, demostrando, en su reacción, lo acertado de la denuncia y que daba en el clavo.
El segundo es una producción tunecina que recrea un hecho verídico. La Media Luna Roja recibía, en 2024, la llamada de una niña de 6 años gazatí de nombre, Hind. La infante estaba atrapada sola, en un coche, con sus familiares muertos y pedía ayuda. Los voluntarios que recogen la llamada hacen toda clase de esfuerzos para animarla y buscarle la ayuda, pero su final no puede ser más desolador. Claro que también ha aparecido otra serie de grabaciones clandestinas en las redes sociales en las que se recoge a soldados israelíes torturando a reos o asesinando a sangre fría a palestinos desarmados. Su delito, la vaga sospecha de que son terroristas.
Desde luego, es muy probable que el paroxismo se haya instalado de tal manera y de una forma tan flagrante en la sociedad hebrea, que muchos no sean capaces de comprender la naturaleza indecente de tales atropellos a la dignidad humana. Ni distinguir entre seguridad y horror. Las imágenes pueden mentir, cierto, pero también, como son los casos aludidos, registrar una verdad tan incómoda como terrible: la indefensión de una sociedad sometida a la barbarie. Afirmar que Israel es un Estado de derecho y contemplar estas escenas debería empezar a preocupar y mucho a los propios israelíes al demostrar el grado de inhumanidad al que se está llegando en su nombre (¿no les ocurrió algo parecido a los alemanes con el nazismo?). Si no se les arruga el corazón viendo las estampas de una Franja de Gaza convertida en un erial de escombros, entonces, deberían replantearse aquello de si son el pueblo elegido. Han sustituido la fe por la sinrazón y la crueldad más extrema. Luego están los relatos que llegan de Cisjordania, porque si la vida en Gaza se ha normalizado bajo las ruinas y el estupor, en los demás territorios palestinos se vive en otro estado, pero de pesadilla persecutoria.
Las cifras son esclarecedoras, aunque no sean capaces de describir todo el desgarro que conllevan. La ONU ha documentado 9.600 incidentes en las dos últimas décadas, que se han traducido en agresiones, incendios y robos protagonizados por colonos hebreos contra los palestinos de Cisjordania. El 15% de los mismos, cerca de 1.500 casos, se han dado en este mismo año. O lo que es lo mismo han aumentado exponencialmente respecto a años anteriores. Y lo que es peor, antes la policía o el ejército mediaban o aspiraban a controlarlos; en la actualidad, se denuncia que no hacen nada. Tienen miedo a los propios colonos. Mientras los palestinos sufren palizas, cuando intentan proteger sus escasos bienes o animales, también se les acusa de que son extraños y de que esa tierra, por voluntad de Yahvé, no les pertenece. El fanatismo ha sustituido a toda razón y ética posible. La condena enérgica, el pasado 26 de noviembre, de varios países de la Unión Europea sirve de bien poco ni ataja el problema, pues el Gobierno de Netanyahu no se da por aludido. Pese a la advertencia de que puede “socavar el alto el fuego en la Franja”. Está quedando claro que en este contexto prevalece la impunidad. El único límite que se les exige a los virulentos colonos es cuando pasan a agredir a las fuerzas de seguridad israelíes. Únicamente. Si los afectados son palestinos allá se las compongan.
Tal es el grado de descontrol que no hay más que acudir a la red Telegram para enterarse de las hazañas que estos grupos de descontrolados realizan. Pero no son chavales que se dedican a practicar gamberradas y a subirlas a Internet, sino adultos que destilan odio y resentimiento. Si fuera al revés, si los milicianos de Hamás protagonizaran esos hechos atacando a colonos, ya imaginamos cuál sería la respuesta de las autoridades: liquidación. ¿Qué se ha hecho de la garantía de los derechos humanos en Israel? Está claro. No hay para los palestinos. El pasado mes de noviembre, en apenas seis días, los colonos perpetraron 36 ataques, provocando 20 heridos palestinos y el destrozo de 180 árboles (olivos). Dos familias se vieron obligadas a irse por la fuerza de sus inmuebles y se incendiaron coches y casas. Recuerdan a los progroms antisemitas, pero a la inversa. ¿Cuál ha sido la reacción de las autoridades? Imaginémoslo, exacto, ninguna. Para el ministro de Exteriores israelí, Gideon Sarra, los colonos son personas corrientes que cumplen la ley en un 99% y que se han instalado para emprender una vida mejor. Naciones Unidas sabe que ese idílico retrato es falso. En su mayoría se dedican a buscar la manera de expulsar a los palestinos haciéndoles la vida imposible. Este es el descarnado panorama. O se hace algo pronto o el drama palestino cobrará tintes peores. Y sí, es posible.