Tenía razón John Carlin cuando el otro día escribía en La Vanguardia que, por desgracia, no todas las víctimas de genocidios son iguales. El escritor y periodista británico, reflexionaba en relación a las respuestas emocionales que las sociedades occidentales expresan ante cataclismos humanitarios que provocan miles de víctimas inocentes.
Carlin partía de la base de que “todas las víctimas son iguales” haciendo un guiño al concepto que desarrolló Georges Orwell en su libro Rebelión en la granja (“todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”)
La novela de Orwell narraba una revuelta del ganado contra los granjeros humanos, teniendo como inspiración el deseo básico de igualdad y libertad. En su relato, Orwell fabuló a los animales estableciendo sus principios de convivencia, “siete mandamientos” cuyo objetivo final era el de la igualdad de todos sus componentes. Sin embargo, pasado el tiempo, los cerdos, convertidos en élite gobernante, comenzaron a gozar de privilegios que manipularon los principios originales de la revolución concluyendo que la sublevación igualitaria terminara en una nueva forma de tiranía y de desigualdad donde la élite (los gorrinos) gozara de un estatus superior al resto de especies. De ahí la frase de que “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”.
Carlin, asume este principio en el comportamiento de las personas y determina que resulta paradójico que se hagan distingos entre dramas humanos de primera y de segunda división.
Nos pese o no, tiene razón. No sentimos con el mismo énfasis dramas que conllevan un sufrimiento incalificable. Discriminamos injustamente el padecimiento de la gente según criterios absolutamente subjetivos .
Está claro que el conflicto entre Israel y Palestina ocupa, en preocupación social, un lugar predominante. En occidente, al menos en las sociedades avanzadas y con vocación progresista en lo que a derechos humanos y libertades se refiere, Palestina está en el imaginario global de mayor simpatía de la ciudadanía. Euskadi, paradigma de sociedad solidaria y empática con los desfavorecidos –sean estos de cualquier origen o condición– lidera esa vocación de cercanía y apoyo a Palestina. Una solidaridad a veces acrítica, incapaz de analizar los errores compartidos, convirtiendo la pugna de dos partes en una relación maniquea de buenos –los palestinos– y los malos –los israelíes–.
El genocidio perpetrado contra la población de Gaza como respuesta judía a los actos terroristas de Hamás , ha movilizado conciencias y ha tenido en vilo a diario a cadenas de televisión, radios y prensa escrita.
Las matanzas, la persecución, la hambruna y el intento prolongado de aniquilación del pueblo palestino ha hecho activarse a miles de personas. Se ha pasado de la libre expresión al boicot de pruebas deportivas o la movilización masiva. Las iniciativas solidarias han sido diversas, y , entre ellas se ha llegado a fletar una denominada flotilla , calificada por sus promotores “de la libertad” cuya actividad, supuestamente de ayuda humanitaria (nadie sabe ni los alimentos, las mantas, medicinas o materiales de apoyo que transportaba) ha centrado la atención de casi tantos minutos de noticieros como los devastadores ataques armados contra la población indefensa de Gaza.
La citada “avanzadilla” marítima tenía como objetivo, según palabras de sus notables patrocinadores , “romper el bloqueo” con que Israel sometía a Gaza. Un propósito loable si su acción hubiera resultado verosímil, pero, en tanto en cuanto fue concebido como una especie de reality show retransmitido en directo, su impacto quedó reducido a lo que , realmente buscaba, la publicidad de un acto simbólico con más ideología que práctica. Efectismo frente a la violencia de verdad.
Finalmente , interceptados, detenidos y devueltos a casa por el ejército israelí, la “armada invencible” de telepredicadores y vendedores de humo, acabó con un minuto de gloria en los medios de comunicación, cuyo seguidismo , en algún caso, debería hacernos reflexionar sobre la vocación informativa como servicio público o como puro medio de entretenimiento.
El término de “genocidio” se ha utilizado por lo expertos internacionales para definir persecuciones y matanzas diversas. Aunque el interés generado hacia ellos por la “progresía” occidental no haya organizado ni flotillas ni movimientos reivindicativos de protesta. Por ejemplo, el conflicto que desangra a Sudán parece una barbarie olvidada. Allí, en una especie de “guerra civil”, han muerto 400.000 personas, 12 millones han tenido que huir de sus hogares y cerca de 25 millones de víctimas conviven con el hambre. Las peores atrocidades han sido provocadas por un grupo denominado Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), una especie de milicia, apoyada por los Emiratos Árabes Unidos, que es capaz de asesinar a todos los varones de diversas aldeas (incluidos los niños mayores de diez años) y de violar a las mujeres y a las niñas so pretexto de acabar con toda la población de raza negra en la zona.
El sufrimiento en Sudán no es nuevo ni reciente pues varios gobiernos norteamericanos lo definieron como genocidio, hasta el punto que Anthony Lake, quien fuera consejero nacional de Seguridad de Bill Clinton y luego dirigió Unicef, afirmara al respecto que la masacre de Sudán “es como la de Gaza –que ya es suficientemente horrible–, pero peor”. Pese a ello, nadie ha alzado la voz ni contra Abu Dabi ni contra Dubai, emiratos que prestan apoyo logístico y económico al conflicto. Tampoco hemos tenido noticias de protestas o boicot ante el negocio del fútbol europeo o estatal, inyectado de petrodólares proveniente de aquellos impulsores de las matanzas en Sudán.
Otro segundo ejemplo; la actual Myanmar o antigua Birmania y la persecución de la etnia “rohingya”, una minoría de carácter musulmán represaliada y reprimida por la actual junta militar gobernante tras años de conflictos, persecución y desplazamientos forzosos. Más de un millón de personas viven fuera de sus hogares, especialmente en campos de refugiados en Bangladesh, dependiendo completamente de la asistencia humanitaria para su protección (alimentos, agua, refugio y salud)
A pesar de su presencia histórica, los rohingya carecen de reconocimiento oficial como comunidad étnica. Su persecución ha sido denominada por las Naciones Unidas como “genocidido” pues se les ha negado la identidad legal o ciudadanía lo que les ha convertido en la mayor población apátrida del mundo. Esa falta de reconocimiento oficial deja a las familias rohingya sin derechos básicos y protección, haciéndolos susceptibles a la explotación, violencia sexual y de género, y diversas formas de abuso. La mayoría de los refugiados rohingya apátridas (98%) residen actualmente en Bangladesh y Malasia.
Ningún actor de Hollywood ni personaje mediático ha salido a la calle para denunciar el gonocidio rohingya. Tampoco para para alzar la voz por la limpieza étnica en el enclave de Nagorno Karabaj donde 100.000 personas han tenido que huir recientemente de sus casas ante la ofensiva de Azerbiyán que amenaza ahora con invadir Armenia. Eso no tiene impacto mediático. Es de segunda división, no como la cruel ocupación israelí de Gaza. La causa palestina genera más simpatías que el dolor de Ucrania, donde los delirios imperialistas de Putin ha provocado ya más de millón y medio de víctimas entre muertos y heridos de ambas partes. Y, a pesar del importante apoyo económico y militar de occidente, tampoco hemos visto a intelectuales o líderes de la opinión publicada manifestarse ante la embajada rusa en Madrid. Ni hemos visto a esas mismas formaciones supuestamente progresistas que enarbolan el pañuelo palestino como un símbolo de amistad, agitar de igual forma la bandera de Ucrania frente al autoritarismo devastador del Kremlin. Antes, al contrario, han exhibido banderas del Donbass pro ruso con el que se posicionan sin disimulo.
Sí, hay víctimas de primera y de segunda, genocidios con mayúsculas y con minúscula. Buenos buenísimos y malos malísimos. Y también hay respuestas sinceras y manifestaciones posturales que dejan la ética a un lado para reflejar solamente el perfil más ideológico interesado de quienes trivializan el dolor con pronunciamientos efectistas, más próximos a las artes escénicas que al compromiso efectivo .
No seamos lelos. Dejemos de aplaudir las patrañas de activistas de propaganda que se sienten satisfechos de lavar sus conciencias con operaciones cosméticas que solo buscan su notoriedad o ser los más “guays” ante la opinión pública. Dejemos de banalizar el sufrimiento y con humildad, entendamos que todas las víctimas de “genocidios” son iguales y que todas, y recalco lo de todas, se merecen el mismo respeto.