Hace unas semanas me liaron para formar parte del jurado de un concurso literario. Mis experiencias al respecto no han sido nada positivas: concejales de cultura que confiesan que no les gusta leer pero cuyo voto vale lo mismo que el tuyo (y que suelen elegir textos con muchos adjetivos), ganadores inesperados de certámenes que acaban revelándose familiares de otros miembros del jurado, relatos de calidad claramente superior al vencedor pero eliminados por usar lenguaje “malsonante” (y no me refiero, claro, a los adjetivos pomposos)…
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En esta ocasión, sin embargo, se trataba de un concurso escolar y me pareció que la iniciativa podía contribuir a despertar o alentar vocaciones. En mi caso fui designado para votar un cuento ganador en dos categorías: cuarto, quinto y sexto de primaria, por una parte; y por otra, primero y segundo de la ESO.
Me entregaron los relatos en sendos sobres y tras valorar los de la primera categoría, comencé a leer los de los alumnos de la ESO. Inmediatamente advertí que, en comparación con los anteriores, en general los cuentos estaban escritos con un vocabulario más pobre y un planteamiento mucho menos imaginativo o fantasioso. Incluso la presentación era más descuidada, despachada con desgana o con prisas, como si se tratara de un trámite o una obligación. Pensé que debía de haber algún error. Seguramente me habían entregado los sobres con los nombres de las categorías cambiados.
Se lo hice saber a los organizadores del certamen, quienes tras revisar los textos me indicaron que no, que todo era correcto. Pero, ¿cómo podía ser que cuentos de niños o niñas de nueve años estuvieran mucho mejor escritos que los de adolescentes de trece? Primero me vine arriba e imaginé que tal vez nos encontrábamos ante la irrupción de una generación de oro (en el caso de los participantes en la categoría de primaria), pero después bajé a la tierra y lo atribuí a un declive en el caso de los de la ESO, que venía a coincidir con la irrupción en sus vidas de los teléfonos móviles.
Y no he encontrado, hasta el momento, otra explicación.
Mi deducción, por supuesto, carece de cualquier tipo de rigor científico o estadístico. De hecho, hoy mismo acabo de leer una noticia que dice que el 74% de los adolescentes leen libros en su tiempo libre.
No lo sé, tal vez lo que me sucedió en ese concurso se trate de una excepción o una casualidad. Yo solo quería dejar constancia de mi experiencia (la misma que, como bibliotecario que soy, me dice que desde luego no es en la biblioteca donde ese 74% de los adolescentes consiguen los libros), por si merece la pena reflexionar sobre el asunto y tratar de buscar las soluciones o las causas (iba a decir los móviles, perdón) del problema.