Existen ideas (y hechos) que están sobrevaloradas. Son varias las fechas que gozan de esta bienaventuranza, destacando dos en el año calendario: una más mundana como las fiestas patronales y la otra (algo) menos mundana; fue espiritual en su momento pero la internacionalización cultural y el desarrollismo económico ha socavado, sin prisa pero sin pausa, el mandato divino del creced y multiplicaros con su traducción y conmemoración del nacimiento de Jesucristo.

Y en estas fechas temporales señaladas, sobre todo en el calendario laboral, tenemos a gala el ser sociables, desear buena suerte a nuestros convecinos y celebrar en olor de la amistad ágapes con amigos y, también, con casi extraños. Asumimos la retórica pomposa de lo fingido.

Ya desde primeros de diciembre, incluso antes, la ilusión (con mayúsculas) se apodera de los programas televisivos, las luces callejeras nos iluminan por dentro y por fuera y la lotería alcanza su máximo esplendor, sin esa agonía que la supedita a la tan manida frase de jugar con moderación.

Si a ello le añadimos un espirituoso, el segundo plato está servido; solo falta para el postre que quienes viven de la política se deseen feliz año venidero. La ocasión lo amerita y nadie se puede imaginar que en ese deseo hay intenciones aviesas. Shangri-la al alcance de la mano.

Pero siempre hay algún penitente que encuentra un zascandil, no para todos es armonía. Aparecen lagunas y también recuerdos que deslegitiman la conclusión previa. Con frecuencia no aparece nada, no lo vemos venir, pero en nuestro espejo convivencial aparece la desazón y angustia que todo lo inunda de niebla espesa, de la cual no sabemos salir; tampoco queremos salir. No es un drama, solo es fatalidad. Quizás por nuestra educación judeocristiana nos sentimos arropados con nosotros mismos. Hacemos comentarios en voz baja, no a nuestros cercanos sino a quienes, desconocidos, el destino ha interpuesto en nuestro camino. Y parece que no estamos solos; cambia la denominación: desazón, tristeza, melancolía, pero el resultado es el mismo; un malestar profundo con este tiempo de alegría mediática.

Algunos estímulos son claramente potenciadores como el sorteo de lotería, villancicos, también las luces navideñas. Es un mete-saca estúpido; no quieres, pero no sabes decir no a lo que te arropa, llegando incluso a enfadarte contigo mismo. Tienes experiencia, ya son muchos años, incluso desde la infancia, pero no has sabido reconvertirte y tropiezas año tras año en la misma piedra. Los más avezados intuyen de algún trauma infantil, de expectativas previas irreales, de alguna ausencia; no atinan ni dándoles el siroco de frente. Sabes perfectamente por qué no tiras la toalla, por qué no abandonas; pero como en otras muchas actividades humanas, el hacer frente al malestar conlleva más esfuerzo que asumir la (des)dicha social. No sabes, tampoco quieres, huir de la cárcel mental, temes que el bumerang acabe regresando.

Conoces diversos tips que los expertos, psicólogos clínicos, aconsejan para estas situaciones. Pero qué sabrán ellos si no sufren sus consecuencias y los consejos que dan son de libro de Petete, prédicas en el desierto.

Buscamos solución a algo que no tiene. El poderío social es muy superior a la fuerza individual a pesar de que este malestar, esta desazón, afecte al 80 por ciento de la población. Casi es una epidemia solidaria de insolidaridad, un prodigio de monotonía rechazando los cambios y con miedo a salir al escenario.

A ese afán por poner nombre a todo le denominan síndrome de Grinch.

Sí, es posible que tengamos todo y de todo, pero no me gusta el mazapán.