Son más de 15 años desde la aparición de personas que mueven multitudes en las redes sociales, o eso pretenden que parezca siempre, jóvenes en su mayoría que viven en una nube social acomodada, colocando contenidos que muestran una realidad no siempre real.
¿Pero qué son los influencers o creadores de contenidos? Son personas capaces de llamar la atención para lograr seguidores sumando likes (“me gusta”) que miden la lectura y aceptación de un contenido en cada publicación en las redes sociales; consiguen colaboraciones y que su comunidad de seguidores crezca. Ser influencer se ha convertido en una salida profesional más, aunque no siempre tenga las consecuencias deseadas.
Lo corriente es verles posando en la apariencia de una vida realizada, plena, con un entorno social, familiar y laboral envidiables. Pretenden que se les asocie a un físico determinado y estilo de vida que influyan en lo que sus seguidores vayan a hacer en su día a día. Saben llegar a su público por lo que las marcas les contratan para vender sus productos o servicios en consonancia con el marketing que lo mueve todo tras la imagen que aparentan. O mucho peor, cuando se sirven de la capacidad de influir para generar bulos o tendencias de opinión sesgadas sobre aspectos de la realidad. En la tragedia de Valencia hemos visto la utilización de la realidad por algunos de estos comunicadores para rascar audiencia.
¿Son ciertas esas cantidades de seguidores que algunos dicen tener tras de sí? Es obvio que en muchos casos no. El caso de una joven estadounidense con 2,6 millones de seguidores en Instagram que no logra vender ni 36 camisetas –ella lo ha reconocido– evidencia la otra cara de la moneda. La mitad de las campañas realizadas con influencers el año pasado en el Estado fueron un fracaso; sin embargo, el negocio sigue inflándose a golpe de likes. ¿Hasta cuándo?
Me asombra enterarme de que este negocio mueve más de 1.000 millones de euros. Al fin y al cabo, acumular seguidores es tan sencillo como subir fotos a Instagram o escribir mensajitos elogiando las bondades de un producto para que las ventas se disparen. El desbarre ha llegado a situaciones como las de un hotel de Dublín que llegó a vetar el acceso a cualquier influencer después de que un avispado pidiera cinco noches gratis a cambio de publicitar el hotel.
Dentro de este mundo hay un nivel muy alto de auto exigencia por la necesidad de publicar qué están haciendo en cada momento y demostrar que todo es de color de rosa. Ser influencer tiene su lado oscuro: jornadas maratonianas editando contenidos y contestando a los seguidores, el pluriempleo, la competencia extrema y los problemas derivados de ansiedad y salud mental que se derivan de esta sobre exposición.
Las empresas que los contratan, necesitan cumplir objetivos presionando más y más para llegar a los likes necesarios que justifiquen una masa crítica de seguidores. Al final, algunos influencers acaban valorándose a través de los “me gusta” o de los comentarios que hacen sus seguidores más que por lo que son ellos mismos. Ya son conocidos casos extremos de influencers desbordados por la necesidad de lograr una cifra de likes, que han abandonado la actividad de mala manera, incluso llegando al suicidio.
El problema es típico del consumismo actual, en este caso por partida doble: el que sufren algunos influencers y la frustración que acecha a las personas que les siguen, porque no alcanzan la felicidad que ven en las imágenes o porque no consiguen esos cuerpos ideales que les presentan (retocados, claro). Una frustración que puede desarrollar problemas de autoestima, trastornos de conducta alimentaria, de relación social, etc. Los adolescentes son el nicho abonado para influir en la manera de pensar, actuar y decidir su propia imagen. Si el modelo a seguir se aleja de la realidad, todo lo van a percibir de una forma distorsionada y superficial.
Es verdad que algunos creadores de contenidos transmiten enseñanzas de interés en su campo de aplicación actuando incluso como verdaderos activistas del deinfluencing, con recomendaciones veraces y objetivas en las que llegan a aconsejar que no se compre un producto o se contrate un servicio si no cumplen lo que prometen; y avisan de posibles fraudes. Las influencias positivas llegan lejos, con personajes como Malala Yousafzai, Premio Nobel de la Paz, donde explica bajo un pseudónimo la vida en Pakistán bajo el régimen de los talibanes.
Pero lo que prolifera no es eso. Cabrea mucho ver la utilización que hacen algunos de los resortes de la psicología para captar seguidores consumistas; y combinarlo con el principio pedagógico por el cual imitamos a quienes vemos como modelos. Es ahí donde los influencers –ellos y ellas– pueden ser víctimas y verdugos. La guinda a todo este pastel viene en forma de dato: más del 75% de estos creadores de contenidos incumplen la normativa europea, e incurren en prácticas comerciales desleales. A pesar de todo, solo una minoría vive de ello…
Analista