Lo malo con la palabra “autoridad” es que acepta, según el diccionario, dos acepciones bien distintas. La primera es la del “poder que gobierna o ejerce el mando, de hecho o de derecho”. El ordeno y mando, por entendernos. A menudo, por intereses. La segunda, que es la que me interesa aquí y ahora, es la de “potestad, facultad, legitimidad”, el saber hacer reconocido por la mayoría. El ordeno y mando, ese “aquí mando yo”, ha trabajado con ahínco para perder esa potestad sobre la que vengo a reflexionar hoy, ese prestigio, fruto del pensamiento, del conocimiento, de las ciencias y sí, también de la experiencia y del reconocimiento ganado que desemboca en aquello que los latinos llamaban “auctoritas”. Sin esa autoridad de nada sirve ordenar y mandar, porque el desprestigio general del ese tipo de poder puede incluso deslegitimizar su obediencia.
Hoy en día, la única verdad que cuenta es la de la percepción materializada en opinión y emoción. Los datos fríos y la racionalidad parecen haber desaparecido como elemento de “auctoritas”. Apenas quedan referentes solventes. El fanatismo de un autoproclamado líder dotado de vehemencia y/o de intereses, y sus seguidores motivados por redes sociales y acusaciones no verificadas atraen bastante más atención mediática. Pero ésta no es la única razón de la falta de auctoritas. Quienes van dotados de poder –que no de autoridad- y que han abusado del ordeno y mando, tienen asimismo su parte de culpa. En la era digital de la posverdad, incluso la certeza científica y cosas como el cambio climático están en entredicho. Uno y uno ya no son dos, sino tres si lo dice “mi gran hermano”.
Echo de menos esa auctoritas latina que no puede decretarse ni negociarse. Sólo prima si es reconocida. Ese reconocimiento es cada vez más difícil de conseguir por el desprestigio generalizado. Urge la vuelta de esa autoridad a la que se referían Platón, San Agustín, Rousseau, Arendt y más gente con ese tipo de prestigio.
@Krakenberger