Esta semana termino un mandato de doce años como miembro de un órgano de tratados de la ONU. Durante estos años he coincidido con gobiernos del PP y del PSOE. Si contamos desde el momento en que mi candidatura fue seleccionada, puedo enumerar tres presidentes de gobierno y seis ministros y ministras de Asuntos Exteriores, por no contar los diferentes cargos en el ministerio y en las embajadas correspondientes.
Durante estos años he sentido que, en relación conmigo y los temas que he llevado, las autoridades citadas han respetado el carácter independiente de mi cargo, incluso cuando se trataba de asuntos que creaban problemas serios al gobierno. He percibido que estos temas eran llevados con cierta actitud de política de estado que escapaba a las disputas partidistas que en cada momento se daban en Madrid.
Me gusta decir, por que es verdad, que mi candidatura fue ideada a iniciativa de personas de las sociedad civil y presentada por organizaciones de derechos humanos, resultó seleccionada en un proceso organizado y dirigido por un gobierno socialista, y finalmente fue firmada y remitida a la ONU por un gobierno del PP. Allí fue elegida en votación por los 54 estados que forman parte del ECOSOC. Mi primera reelección fue apoyada en la ONU por un gobierno del PP, mi segunda y última reelección fue apoyada en la ONU por un gobierno socialista.
Ni de unos ni de otros he recibido una indicación o indirecta de orden político que contraviniera las exigencias de un cargo que tenía naturaleza independiente.
Siento que me toca decirlo porque vivimos en un tiempo en que necesitamos atribuir a lo público una suciedad de la que por contraste queremos sentirnos inocentemente distantes. Mi experiencia es que nadie me preguntó por mis simpatías o lealtades políticas para apoyar mis candidaturas, siendo que publico aquí mis opiniones y, en ocasiones, cuando en conciencia creo que toca, no son favorables a uno u a otro de los partidos mencionados.
Dudo que sea buena idea compartir una experiencia tan personal. Si lo que tuviera que contarles hablara mal de la política española, sería probablemente mejor entendido, pero como es bueno, corre el riesgo de ser recibido con sospecha o displicencia. Aun así, creo que las cosas buenas hay que contarlas. Quizá esta experiencia refleje algo que tenga valor.
La política exterior debería ser ese espacio protegido de las disputas partidistas más inmediatas y defender los intereses de fondo tanto del país del que se trate como –tal era mi función– de la comunidad internacional y sus valores y principios. Debe ser espacio protegido de polémicas cortoplacistas pensadas para dañar al otro partido. Espacio protegido de ese partidismo mal entendido deberían ser también las instituciones que, aun siendo elegidas en ámbitos políticos o teniendo naturaleza de derecho público, transcienden las tareas ejecutivas, con funciones de control, supervisión, transparencia, competencia o similares. La calidad de la democracia es mejor cuando la independencia de estos espacios se respeta.
Esta es una labor de todos, incluida la sociedad civil, que puede comprometerse con el buen gobierno de lo común. Es tarea principalmente, por supuesto, del gobierno y del partido que lo sustenta, puesto que a ellos les cabe la mayor responsabilidad de proponer procedimientos y candidatos solventes y con visión de estado –lo que no necesariamente significa que no tengan trayectoria política, como si semejante dedicación fuera necesariamente mácula inhabilitante que les deba perseguir por siempre–. También es tarea de la oposición, que debe ser leal en estas materias y cuyo protagonismo no puede basarse en el bloqueo de los consensos o en recurrir de forma tramposa y facilona a estos asuntos para hacer efectista oposición interna. La calidad de la democracia es tarea de todos.