Hay una pregunta cuya respuesta permite aclarar lo que realmente está en juego en nuestra sociedad y, particularmente, en nuestra vida política. ¿Existe un criterio, no trivialmente moralista, para distinguir la buena política de la mala política? ¿Y estamos convencidos de que los partidos políticos sean capaces de hacer una buena política?
¿Qué es una buena política? Es una política capaz de mantener un cierto equilibrio entre la satisfacción de los intereses de corto plazo y la consecución de los intereses de medio largo plazo. Es una política que renuncia a consumir todos los huevos disponibles hoy (porque solamente vamos a consumir algunos) para tener algunas gallinas mañana.
Un punto débil de las democracias es que en ellas el horizonte temporal de la política es siempre relativamente estrecho, limitado por plazos electorales y cambios en los equilibrios parlamentarios. Los autócratas, como Xi Jinping de China, no tienen las mismas limitaciones. Su horizonte temporal es más amplio.
El estrecho horizonte temporal en la democracia significa que los políticos siempre deben preocuparse por satisfacer los intereses (partidistas) de corto plazo, satisfacer las solicitudes aquí y ahora de sus votantes. Quienes, en el fondo, lo sepan o no, no aprecian la democracia los acusan de cazar votos. Por supuesto que sí, y también es cierto. Ésta es la esencia de la democracia. El problema es otro. ¿Puede hacerse compatible, en la acción gubernamental, la satisfacción (necesaria, inevitable) de los intereses partidistas, de los intereses de corto plazo de los votantes, con la búsqueda de objetivos de más largo plazo? ¿La política consume todos los huevos disponibles aquí y ahora o deja algunos intactos para que mañana queden algunas gallinas?
La diferencia entre una mala política (sólo se satisfacen los intereses de corto plazo) y una buena política (hay un equilibrio entre los intereses de corto y mediano plazo) no depende de la bondad o la maldad de los políticos. Creo que depende de la existencia o no de estructuras y mecanismos que faciliten o impidan la buena política.
Si el horizonte temporal de la democracia es necesariamente más estrecho que el de los despotismos, es igualmente posible, bajo ciertas condiciones, conciliar intereses a corto y mediano plazo. Esto sucede en uno u otro de dos casos.
Si el sistema institucional premia la estabilidad del gobierno y da al ejecutivo, además de la duración (una legislatura o más), también las herramientas para implementar sus políticas, superando la resistencia de los numerosos poderes de veto existentes. O si, alternativamente, existen organizaciones partidarias fuertes capaces de dar continuidad a la acción gubernamental y perseguir, en virtud de su fuerza, objetivos que no resulten simplemente en la satisfacción de intereses inmediatos.
El problema de nuestra democracia es que no tenemos ni lo uno ni lo otro. Seguimos teniendo gobiernos institucionalmente débiles, es decir, a merced y rehenes de los cambios de humor de mayorías parlamentarias frágiles y muy poco cohesionadas.
Por otro lado, ni siquiera hay (ya no hay) organizaciones fuertes de partidos, con culturas políticas éticas y sólidas. Dudo de que las que existen tengan incluso buen arraigo social. Sin ambas condiciones, una buena política, una política que equilibre el corto y el mediano plazo, es casi imposible.
La urgencia es la de una buena política: no la que está subordinada a las ambiciones individuales o a la arrogancia de facciones, ideologías o centros de intereses, o incluso presa de la corrupción; sino de una buena política, que sea capaz de incluir, que sepa ser valiente y prudente al mismo tiempo, responsable, colaboradora, dispuesta a dejar atrás sus buenas ideas, sin abandonarlas, para cuestionarlas con todos a la búsqueda del bien común.
Habría que generar otra cultura que salga al paso de la idea de una sociedad fundada en la hostilidad y la búsqueda constante de un enemigo.
Habría que hacer frente a esa tendencia a la identificación de un enemigo, a su destrucción y a la oposición frontal a todas sus propuestas y, finalmente, a la confrontación (de baja o de grande intensidad). Tantas veces la acción política, de un signo o de otro, se vuelve absoluta queriendo poner el cielo en la tierra. Habría que buscar entre todos una armonía polifónica de los diferentes. ¿Será posible una buena política?
Misionero claretiano