Del lehendakari Ardanza debe uno escribir hoy con el agradecimiento y el respeto que los pueblos deben a sus grandes. A quienes marcan para bien el destino de las siguientes generaciones. A quienes, en un momento de tormentas, les toca por azares del destino capitanear una nave ingobernable con recursos insuficientes y aun así consiguen dirigirla a buenos caladeros y a puerto más seguro.

Su natural discreto, sobrio y conciliador podría pasar en otras culturas políticas por un liderazgo chato y sin nervio, pero Ardanza marca la medida del liderazgo político más característico de nuestra forma de vivir lo común. Ardanza escuchaba muy bien y hablaba con voz dialogante y constructiva. Sabía ser solemne cuando tocaba sin resultar pomposo.

Fue el Lehendakari bajo cuyos auspicios se desarrolló la Osakidetza que hoy todos decimos apreciar pero que en su momento algunos minusvaloraban como parte de una estructura autonómica blandengue y despreciable. Bienvenidos los que quieran ahora cuidarla y mejorarla, pero mejor aún si aprenden de la responsabilidad de quienes la construyeron con realismo y acierto en los años de plomo, paro galopante y crisis profunda.

Ardanza es un Lehendakari que supo articular los recursos del país –y los del Estado y los de Europa– para una nueva reindustrialización que parecía poco menos que imposible. Que supo apostar por nuevos sectores que parecían inimaginables y hoy dan empleo y riqueza al país. Inauguró el metro de Bilbao y el Guggenheim.

Fue un Lehendakari que redujo el paro en más de un 50% en su mandato Fue el Lehendakari que sentó las bases de las rentas de garantías de ingreso y de un sistema de solidaridad, emergencia e integración que nos colocó entre las mejores experiencias europeas y de pronto nos hizo creer que nosotros también podíamos aspirar a las más altas cotas en el índice de desarrollo humano.

Nada de esto lo hizo solo, desde luego. Pero eso es precisamente lo mejor. Tuvo la sabiduría del que escucha, acuerda con diferentes, se rodea de gente competente, se fía de que quienes lo merecen y da espacio a quienes hacen.

El verdadero liderazgo no es el de quien pretende ver más allá que los demás, saber más que nadie y resultar eternamente imprescindible, sino el de quien suma y se responsabiliza.

Ardanza apostó por estándares éticos fuertes cuando se trataba de defender la vida, la dignidad de las personas y los derechos humanos de todos. Por ello se ganó los odios de quienes querían imponer un sistema político a golpe de violencia y miedo.

Le tocaron muchos funerales. Fue el Lehendakari del despliegue pleno de la Ertzaintza como policía integral a la que tocaba perseguir todo tipo de crimen. No se lo perdonaron quienes veían alejarse su sueño de controlar el espacio público. Algunos que aún dan mítines supuestamente cargados de futuro y ligeros de equipaje, lo calificaron en su día de “tonto”, de “fascista”, de “neofascista” y lo hicieron responsable, en un doble salto mortal de cinismo, de las muertes que ellos mismos justificaban.

Trajo encuentro, sosiego, paz, futuro, confianza y prosperidad. Demócrata de verdad, le guiaba un profundo humanismo que en la tradición que él heredó aún podía llamarse humanismo cristiano.

Ahora que con tanto atrevimiento se reparten carnets de conformistas e inconformistas, como si de una cuestión de quitarse la corbata o de ponerse un pendiente se tratara, Ardanza nos da la medida del verdadero inconformismo: el de quien desde la lealtad, la responsabilidad, los valores sólidos, el saber hacer y el respeto por el pasado, el presente y el futuro, quiere mejorar, con el esfuerzo del trabajo diario, su país. Él lo consiguió. No se me ocurre mejor ejemplo de inconformismo, aunque usara corbata.

Tuve el honor de conocerlo personalmente. Se va con el respeto y el agradecimiento de los más. La historia de nuestro país guarda un capítulo que lleva su nombre.